Úrsula Ochoa

Desde 1948 el Museo Metropolitano de Nueva York (el Met), una de las instituciones más importantes del mundo del arte, realiza cada año su gran gala de moda a la cual asisten diseñadores, celebridades, fashionistas y artistas para darle apertura a una exposición donde el gran arte y la estética del vestuario confluyen. La frivolidad es la reina de la fiesta, pero esto no es primicia; el evento es codirigido nada menos que por Anna Wintour, editora de la revista Vogue, y asisten personalidades como Lady Gaga, Kate Moss, Madonna, Rihanna y otras celebridades cuyos atuendos llaman la atención tanto por su dificultad para ser usados, como por su extravagancia. Justamente, el confort es lo que menos importa a la hora de llevar prendas que son consideradas piezas de arte. Los hombres, con trajes sofisticados pero cómodos, las mujeres, con vestidos que incluso les impide sentarse, moverse o caminar.

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No siendo propiamente una apología a la moda, aunque tampoco parece una crítica absoluta hacia el vestir con aquello paradójico que solemos llamar “estilo”, la artista Mari Luz Gil presenta en la galería Oliver Debré la exposición Trampas de hilo; muestra en la cual confluyen indagaciones sobre el cuerpo femenino que soporta formas de dominación cultural, señalando el vestuario como una categoría social en tanto que la moda es un calibrador del estatus,  y donde las imposiciones estéticas que la sociedad perpetúa, nos conducen como mujeres aparentemente “libres”, a una esclavitud de la que, siendo franca, ni yo misma he podido escapar: la de mantener una apariencia. “Trabajo desde una crítica muy puntual de cómo los estereotipos de belleza femenino nos condicionan a comportarnos y a vestirnos de una manera que yo he llamado: dispositivos autoflajelantes”. 

El discurso que propone la muestra señala entonces que esa manía de disfrazar nuestra existencia en su quizás bienintencionado empeño en ocultar nuestra fealdad primordial puede llegar a suscitar una sensación de hastío e insatisfacción, frente a una frivolidad confesada. La artista creó para ello una serie de vestidos laboriosamente logrados, referenciados en los atuendos de la alta costura, muy afines con las prácticas de Artwear (arte para vestir); simulaciones perfectamente pensadas que dispone en la sala como bellas piezas para observar, luego de que fueron utilizadas por la artista en una serie de performances que ilustran la idea de incomodidad y malestar, pero que, sin embargo, se repite y se perpetúa. Tales gestos podrían leerse como un cierto masoquismo que consentimos (porque el masoquista padece, pero disfruta) con el único propósito absurdo de satisfacer los cánones de una sociedad aparentemente sofisticada. La exposición además se compone de registro fotográfico, videos, y algunos objetos que complementan la elección curatorial.

Cabe mencionar que la artista trabajó con un equipo de colaboradores, dentro de los que se encontraban personas vinculadas más directamente al mundo de la moda y el diseño.  
La exposición pues, se puede asumir como un desenmascaramiento de los mecanismos de opresión femenina que nos va imponiendo la cultura y que, como paradójicamente lo nombró Félix Duque, hacen parte de lo que podríamos llamar un terror blanco, (como uno de los vestidos de la muestra) en cuanto desmantelamiento y puesta en evidencia de los instrumentos y medios de producción del dolor.