Crónica con recuerdos giratorios y caballitos musicales.
No sé por qué todos los tiovivos giran en dirección contraria a las de las manecillas del reloj. De esa situación me di cuenta muy tarde, cuando ya hacía años que no me montaba en uno de esos caballitos giratorios, de sube y bajas suaves y rítmicos, de ojos agrandados y ornados a veces de colorines, con crines fosforescentes y bocas siempre con sonrisa pintada. El tiovivo tiene la capacidad de despertar en los jinetes de feria, en los niños que cabalgan sobre los lomos festivos, historias diversas, casi todas relacionadas con llanuras o, en ocasiones, con aventuras de caballos voladores y que, en vez de pienso, comen nubes.
La imagen más lejana que tengo de un tiovivo está quizá situada en una ciudad de hierro, de aquellas que iban de pueblo en pueblo, con alegrías ambulantes, y la mano de mamá, calentita, cogiéndome la mía, mientras una fila expectante aguardaba o mejor dicho, afanaba por llegar hasta la taquilla para tener el acceso a la fantasía de las atracciones. Mamá me había comprado, además, unas gafas, o de otra manera, una suerte de antifaz, de celofán o algo así, amarrillo quemado y el mundo todo se veía de tal color, como un incendio del atardecer. Un fuego celeste.
De pronto, yo ya estaba a horcajadas, en plena soledad, agarrado de las riendas en forma de poste, el caballito ascendiendo y bajando, haciendo cabriolas, creía uno, y dando vueltas y vueltas. El mundo de afuera parecía muy distante y a veces veía a una señora que, lejana, me levantaba el brazo con alegría, o tal vez con la tristeza de los adioses. Bueno, un adiós de parque de diversiones, en el que no hay despedidas definitivas. Una teatralidad sin lágrimas ni nudos en la garganta.
Los circuitos, en los que había gritos contentos y en los que uno se imaginaba que la cabellera se le estaba moviendo, agitada por vientos en alguna pradera, eran lo más cercano a un viaje de maravillas, en la que uno cada vez se alejaba más del mundo terrenal, del universo de escuelas y cuadernos, de cartillas y jugarretas de calle, para introducirse en una especie de paraíso infantil. Voy en mi caballo y los otros vienen detrás de mí, pero, a la vez, yo voy detrás de otros, y ahí vamos, a que te alcanzo, a que no, y entonces la música, esa música de tiovivo, metálica y brillante, envolvía el carrusel y a los jinetes en una atmósfera feliz.
Era una musiquita sin la cual la imaginación hubiera sido más flaca. Sin tanta viveza. Sin esos sonidos, que brotaban, creía uno, de la mitad del carrusel, o a veces parecían desprenderse de la cabalgadura, y en otras ocasiones semejaban surgir del techo redondo y colorido, digo que sin esos compases el tiovivo hubiera estado incompleto. Qué tenía esa música que nos ayudaba a transportarnos a otros ámbitos, tal vez a una suerte de arcadia, o a los climas creados por los relatos que mamá nos contaba por las noches, y que muchos de ellos tenían caballos alados y princesas presas en castillos desvaídos y oscuros. Qué misterio ocultaba aquella música de carrusel, que hoy, al evocarla, me hace, más que sonreír, brotar una “furtiva” lágrima.
Después, claro, hubo otros tiovivos, pero yo no tenía puesto un antifaz amarillo y mamá no me levantaba la mano en señal de despedidas contentas. Y la música ya no era capaz de despertarme ensoñaciones y darme aires imaginativos, quizá estaba muy crecidito para estar montando en corceles pintorescos, y la convocatoria estaba más por el lado de los carros chocones y el vertiginoso pendular de la “barca de Marco Polo” y otros divertimentos más agitados de las ferias ambulantes. El tiempo de los carruseles había pasado.
Aquellos tiovivos me gustaron más cuando supe que en otras partes, como Buenos Aires, les decían calesitas. En las esquinas de Bello, cuando ya las ciudades de hierro eran una lueñe memoria de niños idos, se escuchaban canciones que mencionaban un parque japonés, un parque de ocio, una calesita de caballos ojones y boquiabiertos en cada barrio.
Y entonces alguien, no sé quién, me dijo que la ciudad del mundo donde más carruseles había era esa, la de los tangos y las librerías. La de Gardel y tantos escritores. Cuando la visité hace años, ya no fui capaz de montarme en un caballito de entretenimiento. La calesita, en todo caso, me sigue pareciendo un nombre más sonoro y convocador de seres imaginarios. “Llora la calesita / de la esquinita sombría, / y hace sangrar las cosas / que fueron rosas un día”, dice el tango de Mores y Cátulo Castillo.
A veces, muy escasas veces, por cierto, escucho encantadas músicas de calesitas y entonces vuelvo a los días en que el mundo era amarillo incendio y uno podía subirse a un carrusel que lo llevaba a viajar por caminos inesperados. Y a la distancia, me parece ver de nuevo una mano blanca que me dice adiós.