Tarzanes de selva urbana 

Autor: Reinaldo Spitaletta
19 febrero de 2017 - 06:00 PM

Recorrido para revivir pedreas, noches de cementerio y un bar que ya no está.

Medellín

La finca, con entrada de rieles y arborizada, con puertas y ventanas rojas y amplios corredores, que siempre veíamos desde lejos, se llamaba La Selva, y a ella, mejor dicho, a sus boscajes, de chagualos y noros y otras especies, llegábamos a representar, porque en la infancia, prolongada en la adolescencia, hay mucha teatralidad; sí, a creernos tarzanes y colonos de junglas cuasi urbanas. En los primeros días de diciembre, íbamos en asalto a cortar ramas y arbustos para convertirlos en el árbol de navidad, en un tiempo en que el mundo se reducía a partidos de fútbol y juegos de calle.


En aquella floresta, que considerábamos una sucursal de la selva africana, a veces volábamos de palo en palo, mediante lianas imaginarias y gritos a lo “hombre mono” que se perdían en una suerte de espesura irreal, porque, en rigor, aquella tierra era más pedregosa e infértil, y los arboles raleaban con espacios por los que el sol era el rey a falta de algún león de fantasía, que igual producía rugidos como el de las películas. Lo que era el poder de las invenciones infantiles.


En ocasiones olía a hongos, aroma rudo de paragüitas sin gnomos, que a veces crecían entre boñigas añejas y cerca de los troncos de carboneros y acacias en las afueras del predio, en los que había una manga dispuesta para el fútbol y una quebradita de agua limpia. A la entrada de aquella finca, que nos parecía inmensa, había un barrio incipiente, de pocas casas, casi todas sin repellar, en las que algunas damas vendían amores de superficie a ocasionales buscadores de placer de extramuro. Por extensión, también se llamaba así: La Selva (hoy, El Mirador).


Esos contornos, al pie del cerro Quitasol (al que el imaginario popular siempre llamó morro), participaron en la educación sentimental de la muchachada de fines de los sesentas, cuando estaba el hombre a punto de llegar a la luna (aunque para nosotros ya lo había hecho a través de las ficciones de Julio Verne), y el Che Guevara, su efigie en alto contraste, aparecía fijada en la parte trasera de las camisas de juventud. Aquel relieve, pedregoso y en el que se ejercía la aventura de vivir, tuvo tiempos de excursiones nocturnas al entonces nuevo cementerio de la localidad, para alterar el sueño de los muertos y disfrazarnos de momias y cadáveres con hábitos oscuros y máscaras de medias veladas. También, en esas mismas noches de noviembre, para desafiarnos a pedradas con las patotas de alguna cuadra del viejo Niquía. Todavía eran parajes con pocos habitantes y más mangas y malezas que asfalto y cascajo.


Muchos calendarios después, en una caminata de fin de año, y con el propósito de observar los cambios y las permanencias, con mis hermanos salimos en una expedición que comenzó en donde antes el viento tenía su reino: en los extinguidos llanos de Niquía, por la parte alta, que entonces era un camino polvoriento que comunicaba al sector con nombre de mítico cacique, con el barrio el Congolo y parte de La Selva;  y todo, con la quebrada La García de por medio. Por ninguna parte estaban aquellos caserones con antejardines y verjas. Y por los predios de la iglesia de Chiquinquirá, había desaparecido la biblioteca comunal, con local ahora cerrado, y el paisaje ya era de atiborramiento; casitas por aquí y allá, casi todas queriendo ascender las laderas del morro. La conurbación era notoria. Qué diferencia con los días en que nos parecían larguísimas las distancias por aquel carretero de soledades y aire limpio.


Ahora, sin espacios para construir, sin mangas ni árboles, todo es una conjunción de ladrillos y techumbres. La finca de entonces es solo añejo recuerdo de infantes que leían a los Hermanos Grimm y a Perrault y se tragaban en la pantalla las películas de Johnny Weissmüller, y después salían a imitar en los charcos su manera de nadar. El cementerio es ahora parte del vecindario. Ya no hay nada lejos. Todo está unido por la presión de las construcciones.


No hay manga, no hay quiosco de gaseosas, ni balones que naufragan en la quebrada. Ni gritos de goles en la distancia. Ni olor a grama ni a higuerillas. Como dice una canción, todo se ha ido. Nada se ha quedado. O sí, tal vez una memoria en añicos, que al paso nos hace buscar una huella, un entejado envejecido, la casucha en obra negra en la que una mujer atendía pedidos de piel y respiraciones agitadas. Lo único que queda es el puente sobre La García, reformado, y, abajo, la quebrada, ahora más sucia y muerta.  Amurallada, continúa si infinito transcurso en el que antes hubo peces y balnearios.


Por aquí vivían los Siete Cabezas, que tenían televisor y que nos permitieron apreciar la llegada del papa Paulo VI; más allá, el bombero y su hija, a la que papá apodó Miss Congolo, de caminado con tongoneos y que no saludaba a nadie. Y ahí, sí, en la calle en la que doña Cruz vendía helados y doña Marta era la tendera más activa, estaba la casa de los Spitaletta, ahora con otra fachada que no recuerda en nada a la de otros días (ventanas y puerta grises), vecina de una construcción inconclusa que duró así una eternidad y ya está terminada. 


Y a nuestro paso, como en un tango, nos íbamos preguntando qué sería de aquella Teresa Flórez y de Gabriela la colorada, y qué si fizo Olimpia la de la minifalda bien lucida. La que sí continúa, alterada, claro, es la esquina donde años ha estuvo el Florida, un bar en el que Raúl Berón todas las noches entonaba “Siempre fueron / mis mejores compañeros / los muchachos milongueros / jugadores y algo más”.


Ya no está el muro donde a lo Gardel grabamos con aceros (más que todo con clavos) los nombres de Edilma y Lucía y Amparito. La plazuela en la que hubo gambetas y goles ya nos parece más pequeña e imposible que allí hubiéramos jugado unos partidazos que ni siquiera los superaban los de Brasil 70. Nos pasamos un balón imaginario y revivimos en instantes aquellas jornadas de embeleso, que sacaban de quicio a las señoras de la cuadra y a las vidrieras de sus casas.


Con leves variaciones, las arquitecturas de aquel sector obrero permanecen, y tal vez por eso, vemos en las ventanas muchachas bonitas y cortinas de flores. Y en el distante recuerdo, alguna mano que se agita con adioses. Con los mismos adioses que ahora los caminantes dispersan en un barrio que hace años les permitió soñar con amores de celuloide y viajes a la luna.

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