Que hayan encontrado la muerte en cumplimiento de su labor agudiza la pena por lo ocurrido y pone sobre aviso a todos los periodistas de que su condición de agentes neutrales en el cubrimiento de un conflicto, carece de valor alguno para quienes se hacen llamar disidentes.
Después de 18 días de la noticia del secuestro de Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra, el Gobierno de Ecuador, en cabeza del presidente Lenin Moreno, confirmó al medio día de ayer que el peor desenlace posible había tenido lugar: el asesinato en cautiverio de los tres empleados del diario El Comercio de Quito a manos de una disidencia de las Farc comandada por el ecuatoriano Walter Patricio Arizala Vernaza, alias guacho. Un duro golpe que ha calado en lo más hondo de la sociedad ecuatoriana y en el gremio periodístico, no solo por la atrocidad de saber muertos en condición de indefensión a sus compatriotas, sino porque es la primera vez en la historia del hermano país que se enfrenta a un hecho de estas características.
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Como periodistas que somos, nuestro dolor es mayor, pues además de tres seres humanos eran tres personas que, cada uno desde su labor específica, trabajaban por informar a sus audiencias y a su país, lo que los convertía en representantes de los derechos a la libre expresión y a la información que hacen fuerte a una democracia. Que hayan encontrado la muerte en cumplimiento de su labor agudiza la pena por lo ocurrido y pone sobre aviso a todos los periodistas de que su condición de agentes neutrales en el cubrimiento de un conflicto, carece de valor alguno para quienes se hacen llamar disidentes y ratifican con su accionar la condición de criminales que antes escondían tras la bandera de una ideología.
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El periodista Javier Ortega, de 32 años y líder de la misión de El Comercio en la provincia de Esmeraldas, era soltero y no tenía hijos. Desde hace seis años cubría temas judiciales y de seguridad y conocía bien el conflicto colombiano, como quiera que fue el encargado de cubrir los diálogos de paz en Colombia. Sus más recientes trabajos se enfocaron en investigar los tentáculos de Odebrecht en Ecuador. El reportero gráfico, Paúl Rivas, de 45 años, era publicista de formación y fotógrafo por vocación, pues era la profesión de su padre y su abuelo. De los tres secuestrados, era el que más tiempo llevaba vinculado a El Comercio y había recibido siete premios nacionales. Finalmente, el conductor Efraín Segarra llevaba 16 de los 36 años en los que se desempeñó como conductor, transportando a los periodistas de El Comercio y deja dos hijos.
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Contrario a lo que vive el pueblo del Ecuador, los colombianos recordamos bien este tipo de hechos. La comunidad internacional ha reaccionado con perplejidad, como debe ser frente a la pérdida de toda vida y más aún en condiciones absolutamente injustificables que, por eso mismo, no puede ni ser olvidada ni quedar en la impunidad, menos aun excusándose en una negociación que, como ya resulta evidente, cuando no se hace de una manera rigurosa y partiendo de una verdadera voluntad de las partes, hace agua por todos lados. No hay causa política que explique la actuación de esta supuesta disidencia, cuyo cabecilla admitió abiertamente en 2016 que abandonaba el proceso de paz para regresar a la vida criminal, que resulta la mejor forma de vida para él y su grupo de bandidos, y en la cual ya estaba cuando el gobierno le tendió la mano y le reconoció tener una causa política.
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Comprendemos que el Gobierno de Ecuador haya trabajado de manera confidencial para lograr la libertad de sus ciudadanos y estamos de acuerdo con que salgan a la luz las gestiones hechas para tratar de regresarlos a la libertad. Tal vez eso permita encontrar una luz para entender por qué no se les respetó la vida a estas personas y si hay indicios de que en su misión periodística hayan dado con algo específico del accionar criminal de esta banda que la pusiera en evidencia a ella o a sus enlaces y, por ende, la llevaran a tomar la decisión de asesinarlos. Esto, sin detrimento del trabajo coordinado de ambas naciones, para las cuales debe resultar claro ya que la realidad de la frontera es la de un espacio permeado por el narcoterrorismo, al cual se responde con la fuerza legítima de los Estados y con el orden institucional. Recuperar el dominio de la legalidad en la zona antes de abrir otras puertas de diálogo es la obligación de ambos estados.
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