Sobre tanta gente que ni se sabe:La trilogía de Oran, de Albert Camus

Autor: Memo Ánjel
12 marzo de 2017 - 05:00 PM

El escritor Memo Ánjel revisa la obra de Camus, a propósito de la serie de encuentros académicos El sonido de los Nobel, que lidera la Universidad Pontificia Bolivariana, y hace unos días rindió homenaje al escritor con su obra La peste. La próxima cita será el 27 de marzo, con William Faulkner (Nobel 1949), con La trilogía de los Snopes, Obra: Villorrio.

“El miedo no es una ciencia, es una técnica”. Albert Camus. La carne. 

La libertad absurda
En dos calles puede darse un mundo entero con lo que contiene de arriba y abajo, paisaje móvil y maneras de sentir, sus aciertos y absurdos, sus izquierdas y derechas, los que van y los que vienen. La realidad (esta real idea de las cosas) siempre resulta siendo la más cercana y, aunque se quiera evadirla, se mantiene pegada a los talones, haciéndonos sombra y habitándonos para bien o para mal. Y en esto que se da y se siente, aparecen las versiones de la condición humana, que no es una sino muchas, todo depende del quién, de lo que pase y haya pasado, del aquí y el dónde, el cuándo y el cómo, sin saber a ciencia cierta el por qué o el para qué. Y esta diversidad (que contiene incertidumbre), nos une o separa aun estando en el mismo lugar y haciendo vecindario, que en una casa pasa lo que en la otra no sucede, igual que en los individuos que comparten sus alegrías pero no sus tragedias, pues estas son siempre personales y solo entra en ellas el que le toca. Los griegos y Shakespeare le dieron nombres propios a sus tragedias (Edipo, Electra, Antígona, Hamlet, Macbeth, El rey Lear, Otelo) estableciendo que el destino es un asunto íntimo y que la realidad que contiene esa intimidad sirve de ejemplo a otros pero no de experiencia. La vida del otro me enseña, pero no me acoge del todo, ya que siempre existe el límite. Y si bien en muchas cosas somos cómplices, cada complicidad es distinta y nunca asume la totalidad del hecho, pues cada uno fue por su parte y de ahí salió con ella, ya cargándola, ya seguido por la participación. Y esta es quizá la libertad, que a cada cual le pase lo que él mismo se ha creado (o le han creado con su aceptación), como dice Jean Paul Sartre, agregando que estamos condenados a la libertad en tanto que escogemos lo que nos pasa al decidir y entrometernos.
Y en esta libertad, que llamaríamos trágica porque solo le compete al que la ejerce, aparece el absurdo como elemento esencial de su destino. Siendo el absurdo lo inesperado, lo no calculado, lo que no es pero resulta siendo cuando se comete una acción. Mersault, el personaje de Albert Camus en El extranjero (que debió traducirse como El extraño), responde al brillo de un puñal y acaba matando a un árabe de un tiro. Y a este absurdo (disparar sin razón), lo sigue otro: no le importa. Y otro: D’s acaba por no existir cuando a Mersault lo condenan a morir en la guillotina. Y esto que ha sucedido no es azar sino ejercicio de la libertad absurda.

Una Orán extraña
Las ciudades del norte de África son mestizas. Por allí han pasado hombres y mujeres de todos los lugares, religiones y sentires. Y sus sangres se han mezclado en la Cashba (barrio árabe), la Melláh (barrio judío) y la parte europea, que incluye callejones donde viven los chinos y gente de la India, más los bares regentados por aventureros norteamericanos (como bien se ve en la película Casablanca). Y en todo este mundo, en el que abundan las manitas protectoras con un ojo en el centro para detener los males, se da el absurdo de manera permanente. El calor es demasiado y allí, según Isidoro de Sevilla, comienza el infierno en una juntura entre el mar Mediterráneo y el Sáhara (desierto en árabe). Quizá por esto Paul Bowles escogió este territorio para sus novelas: si hay un absurdo continuado, esto es cosa de los diablos y de los muchos dioses dormidos entre las piedras.
Orán, que es puerto marítimo y puerto seco, es un lugar propicio para que todo pase. El paisaje, las calles, el mercado, los bares, la gente que se asolea en las playas, los amores por turnos, los alucinados (lo que incluye derviches y sufíes), los que están ahí y a la vez no están, los pequeños pisos rellenos de calor y los balcones que miran el movimiento del barrio, convierten a la ciudad en un punto de aglutine y dispersión. Y en esto que se encuentra y desencuentra, que se ama y se desama, pasa lo absurdo. En Orán acontecen la historia de Mersault (que es un indiferente y entonces es él solo y ahí se encuentra) y la de Bernard Rieux y Joseph Grand (vecino de Cottard), que viven entre La peste, al igual que las de los personajes de El Verano, que son extensiones de Las bodas y hasta de El derecho y el revés, libros estos de historias múltiples y sensaciones varias, de lo que pasa entre el calor y entre la sobras, que a veces la vida es una sopa y no todo lo que contiene se come. Y en este juego múltiple de destinos que no se encuentran, de libertades cortas y absurdos que bailan entre ellos, la vida corre, sube y baja, en algunos de detiene para evaporarse y en otros es un silbido (o un sonido de lengua y dientes), como el de las mujeres árabes, que sirve para alertar y alegrarse al mismo tiempo. Y todos aparecen desaparecen, menos la ciudad, que ahí sigue, al viento del mar y del desierto, de las direcciones cruzadas y las historias sucedidas, las que corrieron en paz y las rebeldes que construyeron su destino. 
En esta ciudad de Orán, fundada de manera mítica y ya en el mito su cría absurdos (el mito es eso que nunca ha pasado, pero pasa), Albert Camus (que recibe el Premio Nobel de literatura en 1957), construye su trilogía: libertad-absurdo-vida.

Una historia del miedo
Sentimos miedo porque tenemos un cuerpo frágil y con muchas partes por dónde cogerlo (manos, pies, cabeza, cintura, cuello). Un cuerpo que se enferma, que se hiere fácil, que necesita comer y dormir, que busca caricias y se mira al espejo para verse envejecer, que tiene piel para excluirse y que se muere si le estropean algún órgano vital, esto antes de que los órganos le fallen por exceso de uso, etc. Y a ese miedo, del que mucho compartimos con los animales y contiene también la alteridad, le llega más miedo a través de la imaginación debido a que esta presume y conjetura, crea ideas bárbaras y alucina. Y si bien sabemos que es el miedo (cada tanto lo sentimos), el saberlo no lo hace una ciencia sino una técnica de aplicación psicológica y política. Basta una insinuación, un rumor para que el miedo, como la peste, comience a contagiar y, en el contagio, lo que es deja de ser (pierde sus límites) y la realidad se convierte en alucinación y contiene lo terrible que podría pasar. Ya, si el mundo desapareciera o nosotros careciéramos de cuerpo, el miedo dejaría de ser una palabra y una acción-reacción. Pero esto no pasa y aparece el miedo, que puede crearse, pues estamos en la tierra y una parte de ella somos nosotros, toda esa gente que ni se sabe.
El siglo xx fue el tiempo de todos los miedos, y en la creación de ellos ayudó la ciencia y la técnica, la información y la deshumanización. Y así, como seres con miedo, siempre con la sensación de estar cayendo, nos miramos, nos inventamos y, lo que es peor, nos tememos a nosotros mismos, que imaginado somos terriblemente peligrosos: la pulsión de muerte, descubierta por Freud, nos sigue como una sombra que no está atrás sino adelante. Tememos a lo que va a suceder, imaginando. Y como cada miedo es distinto, lo que hace de las sociedades una teoría del caos y del hombre un ser que puede escapar de ahí a través de la indiferencia, convirtiéndose en una pieza suelta, la vida pierde sentido, pues se convierte en una tragedia y, a la vez, en un absurdo, que es lo que teoriza Albert Camus en su trilogía de Orán (El extranjero, La peste y El Verano). 
Albert Camus, que murió en enero de 1960 en un automóvil que le había prestado su editor, nació en la Argelia francesa en 1913, hizo parte de la resistencia en los años 1940-45 (fue un maqui) y teorizó y filosofó sobre el miedo en obras de teatro, cuentos, novelas y ensayos. Su teoría de la libertad fue simple: frente a lo que pasa, la indiferencia hasta llegar a la muerte. O, en contraposición, la rebeldía, para sentirse vivir. Y en ambas posturas, con el miedo que es un mal de por medio,  la obligación de sentirlo para saber que debemos liberarnos.

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