Sobre el tren y Bob Dylan: carrileras en uso y en desuso

 

 

Autor: Memo Ánjel
15 diciembre de 2016 - 05:39 PM

El ganador del Premio Nobel de Literatura y la relación de su obra con diferentes aspectos de la cotidianidad, en la narración de Memo Ánjel.

Medellín

Yo me pregunto, en tren de citar ejemplos, si la obra de Chico Buarque de Hollanda carece de valor literario porque está escrita para ser cantada. ¿La popularidad es un delito de lesa literatura? (…) Los poemas de Juan Gelman, que no imitan al tango porque lo contienen, no pierden nada de su belleza cuando en tango se convierten”.
Eduardo Galeano. Nosotros decimos No. 

Trenes
El siglo 19 y la mitad del 20, fueron tiempos para que muchos viajaran en tren sin pagar. Y si bien en las taquillas de las estaciones vendían boletos para primera, segunda y tercera clase, algunos prefirieron saltar a los vagones de carga y hacer ahí, entre bultos, herramientas y ganado, el viaje. Se sentían más cómodos porque podían estirar las piernas, dormirse dando vueltas en el piso, cantar obscenidades y saltar del tren antes de que llegara a su destino, palabra que sonó bien. ¿Qué es el destino? ¿Un final, un trayecto, un inicio, dormir, comer, amar, sentirse solo, protestar, caminar sin llegar a ninguna parte? En esto de viajeros y viajar en tren hay muchas teorías, desde las que aplican a las gentes decentes con sus excesos de maletas, niños terribles y comidas elegantes en el vagón restaurante, hasta esas que leen a los que llevan una mochila con un pan viejo y una dulzaina. Todos estos viajeros van a alguna parte, lo que varía son las intenciones. Y el azar. Y lo que se canta. Bob Dylan canta.
Desde 1830, los Estados Unidos fueron un país de trenes. Unos corrieron por la parte este, entre ciudades conocidas y ya civilizadas, y otros se internaron al oeste, donde cualquier cosa podía pasar. En este Oeste, o Far West para los lectores de cómics de indios y vaqueros o los cineastas de películas western (incluidos los spaghetti-western italianos), el tren era un asunto de aventurarse por tierras confusas, conquistadas y por conquistar, con bandidos como Billy the Kid o indios vencidos como Jerónimo, que firmó pactos y fue engañado. Terminó posando para una foto, con cara de desesperación y envuelto en un poncho viejo (otros dijeron que en una frazada que le regaló el ejército). Y en este estado de cosas, con la ayuda del séptimo de caballería, los trenes fueron cubriendo los cuatro puntos cardinales, con burgueses estrenando los lujosos vagones Pullman y andariegos escondidos en algún vagón. Estos últimos iban al sur, a México y más allá, porque en el sur se canta y se baila, se bebe y se ama, como después dijo una canción, La casa de Irene, que se cantó en Grecia y en Francia y de alguna manera llegó hasta estas tierras. Por esos días, Bob Dylan iba en el tren, en el techo del vagón, donde el paisaje siempre es amplio.
Esos trenes, primero a carbón y agua, se remplazaron por otros empujados por energía, más largos, más potentes, más propicios para largarse a otro lugar. Y la historia de los Estados Unidos se hizo para bien o para mal, depende de quién la mire y el inglés que sepa: ciudades conservadoras en el medio oeste, políticos gordos (que luego se hicieron corruptos porque la diosa Columbia, la de la libertad, perdona todo), periódicos amarillistas y otros oficialistas, escritores denunciando, cantantes jugando con las palabras, poetas haciendo inventarios en los cementerios (Edgar Lee Masters, por ejemplo), el Jazz y el Blues en los bares de negros, revistas escandalosas y con mujeres de senos enormes, almacenes repletos de cosas innecesarias, gente cambiándose el pelo, beisbolistas con bates de madera y aluminio, películas vendiendo estilos de vida, guerras ganadas y perdidas, turistas reconocibles por sus camisas hawaianas y la cachucha de los Yankees of N.Y., etc. En fin, apareció el tren de vida y la vida se cuestionó. Y en uno de esos trenes venía Bob Dylan y su equipaje era liviano: sombrero, guitarra, jeans, dulzaina y un prontuario que ya le venían haciendo. Ser sospechoso en USA es parte de lo que pasa; es el país donde la gente más se vigila, lo que ya da motivos para que se creen frases. Bob Dylan creó muchas frases, versos y textos. Algo estaba pasando.

Carrileras 
Una carrilera (que es una paralela) es un paisaje que se adentra en otros paisajes, tomando a veces la forma de una serpiente y, con esta, la de una tentación. Y en estos adentrarse, en estos ires, habitan el tiempo, los cielos abiertos y los que se cubren, los vagabundos y el blues, la música que contiene una voz, una guitarra y una historia que cambia y por eso no es la oficial. Y en esto que es un blues, (recuerdo a John Lee Hooker y su House of the Blues), las líneas paralelas que configuran la carrilera, son también mundos paralelos, el de afuera y el de adentro, el de lo que se ve y no se ve, el permitido y el prohibido, el de las grandes mansiones y el de las alcantarillas. El mundo existe por los opuestos. Y Bob Dylan es un opuesto, siempre un opuesto, aunque no se opuso a Thomas Dylan, que era poeta. Hay gente que se sigue una a otra, como los vagones en los trenes. Si el destino es el mismo, qué importa en qué lugar de la fila estemos. De todas formas, llegamos o no llegamos. Bob Dylan llegó y no llegó, esta es parte de su encanto: el abrazo y la falta del abrazo. 

Las cosas han cambiado  (Things have changed)
Este mundo es un tren, una calle con ventanas abiertas y puertas cerradas, un bar de solitarios, un periódico que sólo publica malas noticias, un trueno en la montaña, una televisión que no para de gritar y vender ilusiones, un hombre que se abraza a una mujer y en la esquina la suelta, un flotar en el viento, una muerte de una leyenda y la cría de otra. Y por él viajamos, unos apretados y otros más sueltos a ritmo de folk, que va más allá del blues y es más burletero, más propicio para la denuncia y conducir una camioneta a la que comienza a faltarle la gasolina. Y en ese folk de Bob Dylan (también canta blues), las cosas han cambiado, para susto del sistema, de las reuniones en Wall Street, de los profetas sectarios y de los que no cambian y se aferran a los últimos escalones. Y es que este siglo 20 y su extensión en el 21, tiempos donde aparece lo peor que nos ha tocado, las cosas cambian. Y no hay resiliencias ni conatus, sino cambios (deformaciones, estires, contracciones, dilataciones, desapariciones), que no provienen de los que pregonan el cambio sino de sus fracasos, cambios que hacen fracasar los libros sobre el éxito y las teorías sobre las nuevas democracias, que dan al traste con los patriotismos y con lo que vendían como amor. Las cosas cambian a pesar de las imágenes que se venden para que sean otras, que al fin no son sino las debidas: es la cotidianidad, las mentiras, la codicia, la contaminación, los negocios sucios, las estéticas de lo grotesco, las palabras que ya no encajan. Y en esto, la voz de Dylan denunciando y cantando, describiendo y bailando. Las cosas han cambiado y en este cambio (que no es el de las prospectivas ni las visiones) lo único que no cambia es el deseo de libertad que, por falso que sea, se nos mueve en la sangre. Seguimos siendo el trueno en la montaña y muchas caras se vuelven grises.
Con Bob Dylan somos el viajero, los espacios, la falta de guías (o la falsificación), el camino hasta donde lleve. Y en este tren, en esta carrilera, habitamos el tiempo, seguimos siendo poetas malditos con guitarra y dulzaina, a veces asustados, en otras dispuestos a subir al escenario. Y, en esto que pasa, nos hacemos a un mundo que se mira desde un sombrero. Lo que no está mal: de sombrero nos vemos bonitos. Se nos ve bien sobre el tren. Esto no ha cambiado.

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