“Una ciudad geométrica, lineal, hace gente geométrica, lineal; una ciudad inspirada en un bosque, hace humanos”, John Fowles. El árbol.
La naturaleza perdida
Cada uno se levanta como puede y después hace lo que quiere o le dejan (incluso ir dormido al baño), todo depende del humor, la digestión, el insomnio (si lo hubo), la cama en la que se descansó o el ruido del despertador, aparato este que siendo tan útil para incitar a cumplir horarios tiene el problema de alterar, bien que mal, al durmiente. No se sabe de nadie que sonría cuando suena ese tono enloquecido que lo despierta. Y en esto de levantarse, que es volver a sentir (o resentir) el mundo, pasan cosas. Una de las mejores levantadas que he leído, está en Adán Buenoayres, la novela de Leopoldo Marechal. Adán, poeta porteño que pesa lo mismo que sus versos (cuando lo van a enterrar no pesa nada), es despertado por el ruido del conventillo donde vive. Suena el patio con sus ropas colgantes y macetas que piden agua, suenan las voces del vecindario como un coro que canta bien el desorden, desde arriba algún pájaro suelta sus trinos y otro le responde, de más allá llegan ruidos de carretas y de ollas, hay una vecina gorda que hace sonar las escaleras de madera mientras habla y grita, el mismo Adán suena por dentro tratando de volver al sueño. Y en este despertar, que es una conciencia de estar vivo, la ciudad vuelve y aparece con sus calles y sus casas, con su puerto y los corrillos de inmigrantes que siguen pensando en que nunca atravesaron el mar, que la cosa de estar en Buenos aires fue asunto de los diablos, de los tantos que van por ahí tomando gente de un lugar para ponerla en otro. De todas maneras, el día comienza y los judíos agradecen que el alma les haya regresado al cuerpo, como dice la oración (el modé aní) que les sale por la boca.
Y una vez se abren los ojos y se pasa por la ducha (los que pasan por ahí, que otros simplemente se peinan), el mundo vuelve y se ordena de acuerdo con leyes entendidas, clasificaciones pactadas, definiciones que contienen el último léxico, estructuras matemáticas invariables, compuestos químicos (de la tabla de los elementos no salimos) y demás cosas que hay que aprender de memoria para no perderse. Así, esto que vemos y por donde vamos, es un repaso a lo que sabemos y es sujeto de uso en beneficio nuestro. Siguiendo la promesa de la Biblia, estamos en el centro de lo creado, gobernando (otros dirán que gerenciando) lo que ya es pasado y no se crea más. Y a todo esto, midiendo, cualificando, cuantificando y la naturaleza, como vida respetable, por ninguna parte. Las herramientas han hecho su parte. Miramos, pero no vemos.
Lea también: Esos libros que fluyen con palabras remanentes
La explotación de la naturaleza
John Fowles, escritor inglés y autor de La mujer del teniente francés (novela de la que se hizo una película con Meryl Streep), escribió un libro corto y bello: El árbol (1979). Y en este texto, que parte de un huerto con manzanos y peros, y de un padre que llena cajas con estas frutas sin interesarle más que el precio que las manzanas y las peras tienen en el mercado y la manera de que los árboles produzcan más para que su negocio prospere, Fowles plantea el olvido en que ha caído la naturaleza, que ya no es algo que crece y se acomoda a las circunstancias sino algo que solo debe dar rendimientos. O sea que es un recurso, pero no una convivencia. Es un uso que hay que ordenar y estudiar y poner a rentar (hasta aquí llega el autor), trabajo que hicieron primero naturalistas como Buffon y Linneo, el primero asegurando que donde no hay animales grandes (se refería a los de las granjas: caballos, vacas, mulas, cerdos, cabras, ovejas) la inteligencia de los hombres y mujeres era poca. En este punto, los aborígenes americanos aparecieron como seres inferiores, cubiertos por hojas grandes. A esto, Linneo, que se escribió con José Celestino Mutis, no dijo nada y solo se interesó en clasificar plantas y saber su contenido, buscando remedios para la fiebre, la sarna y el mal francés, proveniente del pecado de la carne en cama ajena o en la propia, todo está por verse. Por esto a Linneo lo emocionó la expedición botánica, que hablaba de la quina. Ya, a partir de estos naturalistas, la flora comenzó a ser un negocio tanto o más importante que el del azúcar, el café, el cacao o el ron de las Antillas, como bien se lee en la novela La firma de todas las cosas, de Elizabeth Gilbert. Cargar los barcos con plantas para su clasificación, estudio y uso en la farmacopea, la perfumería y las industria (las resinas), hizo ricos a muchos. El mismo Alexander von Humboldt, estudiando la geografía de estas tierras, hizo informes para la explotación de la naturaleza, en los que incluía alturas, vientos, climas, etnografía, etc., dejando a Francisco José de Caldas a un lado. Lo que es la envidia. O el crimen, para negocio de los belgas y la casa Arana, en el asunto de la explotación del caucho: miles de indios y de negros mutilados, torturados y asesinados por no rendir lo suficiente. En el caso de Arana, no se sabe si mató árboles también. Así, usando la naturaleza, apareció el ejercicio de la desmesura. Todo lo anterior es historia que reaparece desde que dice Fowles. Y acto, pues seguimos ensartados en los índices de crecimiento y producción, mirando la naturaleza sin verla. La hemos convertido en una cosa.
Puede interesarle: Erich Hakl y los tiempos normales-anormales
Recuperar la naturaleza
Si desaparecemos nosotros (lo que no es improbable), a la tierra no le pasará nada: solo la habitará en el silencio, que es una espera, como bien dice John Robert Fowles (1926-2005). La naturaleza es paciente, se adaptará al hábitat que dejamos (evolucionará) y volverá a ser ella en su desorden bello, conviviendo con el agua, la multiplicidad de plantas, los insectos, los pájaros, los nuevos peces, las bacterias que evolucionen en animales, los distintos climas y la variedad de vientos, y váyase a saber si con otros dioses que no tendrán quien los conciba. Pero mientras esto pase (lo que también incluye que el sol, que es una estrella, explote y la tierra se vuelva polvo), la naturaleza está ahí y nos da la oportunidad de volver a observarla, no ya como un objeto de uso sino como lo que hace posible la vida, incluyendo la nuestra. Y esa naturaleza comienza siendo el árbol, el bosque: en ese lugar están el agua y los líquenes, el rastrojo que es el ejército que le da la batalla positiva al suelo, las hojas caídas que alimentan el humus, los pequeños hongos de colores, las ramas que se elevan buscando el sol necesario para la fotosíntesis, las humedades necesarias para raíces y animales, las flores que son el preámbulo de los frutos, etc. Y todo por el árbol que está situado donde hay agua, que da sombra y sirve de colchón a la lluvia para que el suelo no se erosione, que permite otras formas botánicas junto a él y, como ningún árbol es violento (salvo en las leyendas de cuando fueron ejércitos, que al fin pararon y no se movieron más, como cuenta Robert Graves en La diosa Blanca), el silencio está presente. Y en este silencio, la creación por darse, está la letra álef, silenciosa, que es la previa a la bet, y bet (con la que se escribe casa, baita en hebreo) es la del mundo cuando aparece. También es la letra con la que se escribe be, en, lo que ya implica un lugar y una situación. La Biblia comienza Bereshit, palabra que traduce: en el principio, génesis. Y en ese principio está el árbol del conocimiento, que le dio nombres a los cielos y la tierra, que enseñó el sentido de la culpa y esto de que somos desde las raíces.
John Fowles, que sostiene que todo se está creando (no es inteligencia artificial) y que entrar en la creación es vagar por un bosque, propone un hombre verde integrado a la naturaleza, pero no convertido en planta sino en espectador sabio de los órdenes naturales, que no son los que nosotros hemos diseñado a través de las clasificaciones y usos (y que nos han llevado al desastre), sino los que la naturaleza crea por sí misma, adaptándose al ritmo de la vida. Fowles, que no fue naturalista ni ecologista, solo un observador que escribió novelas, propone de nuevo el buen salvaje de Rousseau, pero en instancia de lo que queda. Un buen salvaje que se asombre, que mire cómo se da la vida, que sienta la niebla que se eleva dejando ver el paisaje (entre los pieles-rojas esta niebla se llamó Manitú, el gran espíritu), que se aparte del exceso de tecnología y regrese a sentirse él mismo como parte de la bioesfera y en libertad de ser asistiendo al proceso de creación, que es el que nos compromete con la vida, este crearse de lo que en los primeros tiempos teníamos conciencia y ya la hemos perdido, perdiéndonos a nosotros mismos.
John Fowles fue un escritor que se planteó el proceso de creación, esa constante en la que vivimos. Y en su libro El árbol, buscando las raíces del espíritu del artista (el espectador-intérprete), se vuelve un hombre verde que, al tratar de ver lo que mira, encuentra la belleza, que es la base de todos los órdenes. Una belleza que es un desorden en el que todo está ordenado. Al contrario del orden que tenemos, donde todo se desordena. El árbol es un libro de protesta bella, una recuperación de la conciencia y un refugio a este mundo en el que todos estamos vigilados, mirando y sin saber qué pasa.