Sobre Eduardo Galeano y el fútbol (Con chutes a favor y en contra)

Autor: Memo Ánjel
22 julio de 2018 - 10:00 AM

"Los jugadores tienen una conducta ejemplar: no fuman, no beben, no juegan". Eduardo Galeano, Cerrado por Fútbol.

Medellín

Un juego

Los ingleses inventaron el fútbol, así se diga que en el Renacimiento ya existía el Calcio, que consistía en llevar una pelota de la plaza un pueblo a otra (lo jugó Maquiavelo, se dice), y en la América precolombina se hable de partidos entre los aztecas y los mayas, gente que se movía descalza tratando de meter una pelota de caucho en un aro, ejecutando (de manera literal) al equipo que ganara. Ganar consistía en ser recibidos por Quetzalcoátl o Kuculkán, los dioses de esos pueblos, que eran el huracán. Otros dicen que los indios guaraníes practicaban una especie de balón pie, que jugaron a los ojos de los españoles en la primera misión jesuítica, San Ignacio de Guazú, creada en el Paraguay en 1609. Lo llamaban manga ñembosarái y se jugaba sin arcos y haciendo saltar la pelota hasta el cansancio. Perdía el equipo ya no diera más y se moviera como un grupo de micos drogados con alguna yerba o igual que loros flechados en pleno vuelo.

Pero, se esté a favor o en contra de todas esas historias, esto de patear el balón y meterlo en un arco, lo inventaron los ingleses como un pasatiempo popular entre marineros, obreros, gente de los bares y el mercado, ya que los de mejor posición social jugaban al cricket, un asunto que exige un bate plano de madera, una pelota del tamaño de una manzana ya madura, medias de hilo fuerte, zapatos de cordón largo, pantalón a la rodilla, suéter de algodón, una cachucha de visera corta y una buena dosis de aburrición, como decía Rudyard Kipling, a quien le gustaba poco o nada ese juego. Los mejores jugadores están en la India y no sé si se pueda reencarnar en un jugador de cricket. Si siguen creyendo en el samsara, es posible. Sin embargo y váyase a saber cómo, el fútbol, primero barrial, marginal y de puerto, se coló en la universidad de Cambridge (quizá con los jardineros y los muchachos de la cocina) y allí lo adoptaron los estudiantes, que configuraron una Asociación (la FA) en 1886. Muchos padres miraron con horror lo que hacían sus hijos que, en lugar de estar estudiando, latín en especial, corrían como locos detrás de una pelota.

Y fueron los ingleses (por esos días colonialistas) los que llevaron el fútbol, a los puertos. Los obreros que cargaban y descargaban veían jugar a los marineros y al cabo del tiempo (de tanto mirar se aprende), ya hubo partidos, especialmente en Buenos Aires, que fue la ciudad puerta de entrada de este deporte a nuestras tierras. Otros dirán que entró por Brasil o por Estados Unidos, lo que importa poco pues ingleses los había por el Atlántico y el Pacífico, ya como corsarios, a veces como comerciantes y en otros en calidad de asesores o meros aventureros. Gente muy inquieta esta, navegando en especial por las aguas del sur, donde los ríos son tan anchos que se confunden con mares.

El Primer mundial (1930) lo ganó Uruguay y también el de 1950, donde se dio el maracanazo y el portero de Brasil, Moacir Barbosa Nascimento, fue condenado por la hinchada a no aparecer más en la meta de los tres palos. Les había quebrado el alma. Dice Eduardo Galeano que Moacir, después de ese golazo que le dejó entrar a Alcides Ghiggia, se fue a beber la derrota con los hinchas, arriesgándose a que lo lincharan. Pero eran tantas las lágrimas que nadie se percató de él. El maracaná es un pájaro y con el gol de Ghiggia quedó desplumado.

 

Eduardo Galeano y el futbol

Su apellido era Hughes (inglés), pero prefirió el Galeano de la madre. Y no fue una venganza contra el padre (el apellido le sirvió para firmar caricaturas, Hius) sino porque el Galeano le pareció más callejero, propio de soles y desmesuras, demasiado latinoamericano y propicio para meterse de lleno a esto que no sabemos qué es (Latino América), pero lo permite todo, desde lo mágico hasta lo infernal. No en vano, Galeano (decime Galeano, decía, suena de siempre aquí) escribió Memoria del fuego (exilado), El libro de los abrazos (luego del exilio), Úselo y tírelo, entre muchos otros, destacándose entre ellos Fútbol a sol y sombra y Cerrado por fútbol (póstumo). ¿Cómo no escribir sobre fútbol si estaba en Montevideo, si era uruguayo, si el fútbol es pasión nacional, sin que importe que se esté bajo dictadura o democracia en veremos? Mate y fútbol, dulce de leche y conversaciones interminables sobre tal o cual jugador, con palabras en inglés: corner, foul, off side, penalti, goal, qué más da. Montevideo es un puerto y allí, en el Barrio Parque Batlle, cercano a la estatua de los carreteros que hicieron el país, está el estadio Centenario, el de las glorias y las derrotas, el de las jugadas maravillosas y los arreglos bajo la mesa.

Para Eduardo Galeano, hincha del Nacional de Montevideo, el futbol también fue lo suyo, aunque lo jugó bastante mal: su padre lo llevaba al estadio y, al no poder jugarlo, aprendió a verlo. Y en este mirar cada detalle y ver los movimientos de los jugadores, el balón surcando los aires o yendo rastrero, de globito, en un chute como si lo hubieran disparado; la emoción de los hinchas, las maldiciones al árbitro (al referee), la salida después de lo que pasara, a veces a celebrar y en otras a reconstruir el partido para ver qué había fallado, Galeano se hizo en el fútbol, jugándolo con las palabras. Por eso en los mundiales, en la puerta de su oficina ponía un aviso: “cerrado por Mundial” y solo salía de ahí cuando ya hubiera pasado la final, con un cuaderno lleno de apuntes. Claro que la dictadura lo hizo salir del país y casi no le toca el Mundial de 86, que ganó Argentina y donde a Maradona le dieron el balón de oro Adidas. Con ese trofeo, Galeano entendió que el fútbol se juega a sol y sombra, que una cosa son los jugadores en las canchas para patear y pasarla bien y otras las profesionales, donde las marcas se meten en el juego, crean el mercado de jugadores y le ponen condiciones al director técnico para que el juego funcione según intereses previos. La sombra del juego: el dinero por debajo y sobre la camiseta, las presiones, los pagos debidos e indebidos. Claro que había antecedentes en esto de los sobornos y la amenazas. En el cuento El puntero izquierdo, de Mario Benedetti (que aparecen Montevideanos, 1959) ya se habla de estos asuntos, en jerga rioplatense, para darle más vivacidad al asunto. 

 

Fútbol a sol y sombra

A Eduardo Galeano le gustaba el fútbol por su alegría, por las fintas y los chanfles, las chilenas y el desborde de un jugador como Garrincha que cuando jugaba parecía una fiesta. O como Pelé, que entraba goles donde nadie creía, o el increíble de Marquitos Coll (el único gol olímpico de todos los mundiales) que batió a Lev Yashin, conocido como la araña negra porque jugaba de negro, de cachucha de vago y guantes de hockey. Un personaje este ruso, muy propicio para las propagandas de la guerra fría y alguna que otra novela policíaca. O de humor, como las que escribió sobre Fútbol, Roberto Fontanarrosa (autor de los cómics Boogie el aceitoso e Inodoro Pereyra, el renegau), que era hincha del Rosario Central y no necesitaba cortarse las uñas porque se las comía viéndolo jugar.

En los libros Fútbol a sol y sombra y Cerrado por fútbol, Galeano se deja maravillar por los jugadores que se movieron con alegría, jugando, haciendo piruetas, como aquel escorpión de René Higuita, o los engaños de Maradona o Puskas, agregando a Garrincha que jugaba por jugar, desobedeciendo y anotando; o el mismo Pelé, al que casi momificó su primer agente para que no saliera de juerga ni a buscar mujeres, y que hizo goles que enloquecieron gente. Ese fútbol de inspiración lo amaba Galeano como hincha: le gustaba ver improvisaciones, vibrar en la tribuna, sentir la boca seca, saltar del siento, soltar una palabrota, llevarse las manos a la cabeza, poner cara de incredulidad. Pero luego, cuando aparecieron las copas importantes, las improvisaciones fueron desapareciendo y se hizo un fútbol más táctico, siguiendo cuadros previos, líneas estratégicas, situando a los jugadores en diferentes espacios para ser cotizados y vendidos, tanto a clubes como a marcas de productos, a la par que se compraban los medios para crearles imagen. Y en esto que se volvió marketing, al fútbol comenzó a faltarle alegría y se convirtió en un negocio, en crear millonarios esclavos (los jugadores de más renombre) dispuestos a entrenar a diario para no perder la forma y a posar delante de cámaras ofreciendo gaseosas, cámaras, camisas, celulares, etc. Se volvieron de papel e imagen televisiva.

Sin embargo, Galeano, que ve lo que pasa, que sabe que a los jugadores los exportan como ganado fino y hasta cotizan en esa bolsa que se llama la Fifa, que huele negocios raros que incluyen asuntos turbios (hay que leer su discurso en Copenhague, en 1997), no se desanima. Cree en el fútbol y en los jugadores traviesos que hacen jugadas inauditas; en los equipos latinoamericanos de ciudades pequeñas y en que se puede cobrar el penalti más largo del mundo, como pasa en ese relato maravilloso de Osvaldo Soriano.

Bueno, Eduardo Galeano y el fútbol, me hace recordar el cuento de Augusto Roa Bastos, El crack, que cuenta la historia de un jugador jorobado que antes de morir fue sacado del hospital por los hinchas de su equipo para que metiera el gol definitivo, como pasó. Y es que, leyendo a Galeano, pasan cosas. Su gol es amar el fútbol, pase lo que pase por encima y por debajo. Y amarlo (y protestarlo) porque en alguna parte un niño toma un balón y comienza a hacer la treinta y una con él, huyéndole por un rato a la pobreza y tentando el futuro. Pasan cosas.

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