Diógenes fue un filósofo griego que predicaba y practicaba el principio de la vida simple, natural y honesta.
Diógenes fue un filósofo griego que predicaba y practicaba el principio de la vida simple, natural y honesta.
Para la incomodidad de los atenienses, constituía una voz de la conciencia ambulante. Es famosa su costumbre de caminar en pleno día por las calles portando un farol en búsqueda de un hombre honrado. “La costumbre —decía— es la falsa moneda de la moralidad. En vez de cuestionarse qué está mal realmente, la gente se preocupa únicamente por lo que convencionalmente está mal”.
Si Diógenes viviera hoy y fuera colombiano, nos tacharía de indolentes con la situación del país.
Ante la deshonestidad rampante, los empresarios, gremios, medios de comunicación colombianos parecen más interesados en hablar “sottovoce” o simplemente callar, que enfrentar con decisión los actos de corrupción, tanto del sector oficial como el privado. No incluyo en este comentario los organismos de control, pues algunos de ellos, tampoco todos, están actuando, si bien los resultados efectivos son lentos y pocos.
El concejal Bernardo Guerra Hoyos denuncia un presunto cartel de empresarios antioqueños en el sistema de salud, y la sociedad paisa calla. Juan Martín Caicedo, presidente de la Cámara Colombiana de la Infraestructura, dice que el soborno en los contratos de obra pública asciende al catorce por ciento de su valor, y los gremios de ingeniería callan. La Refinería de Cartagena cuesta más del doble de lo contratado, y los funcionarios responsables callan. Empresas Públicas de Medellín cobra tarifas que superan el costo económico de sus servicios, y sus funcionarios callan. La empresa UNE EPM Telecomunicaciones E. S. P. abusa de posición dominante, y los concejales (incluyendo al mismo señor Guerra Hoyos) y administradores que la entregaron a un extranjero callan. Odebrecht, una compañía extranjera, interviene en la política colombiana apoyando un candidato a la Presidencia, y el partido político calla. CDO y sus ingenieros contratistas entregan doce edificios con más de tres mil quinientos apartamentos en malas condiciones y causan doce muertos, y después de tres años solamente hay absoluciones, ninguna sanción efectiva. En La Guajira y el Chocó se roban la plata de regalías y de contratos públicos, mientras los niños mueren de hambre y enfermedades, y el Estado no interviene. Medellín sufre los mayores niveles de inequidad social de América Latina, y los empresarios antioqueños eluden enfrentar esta injusticia.
Sin duda, en nuestra sociedad los honestos son más. Pero este no es el problema. El problema es la indolencia, la pasividad de esos buenos. Parafraseando a Mahatma Gandhi diría que “no me asusta tanto la maldad de los malos como la indiferencia de los buenos”. Esta indolencia no es inocua, por el contrario, tiene consecuencias.
La corrupción tiene consecuencias económicas. A causa de ella se pierden recursos y se dejan de hacer obras, de prestar servicios, de fomentar desarrollo. Veámoslo con un ejemplo: La suma que el Gobierno recibió por la venta de Isagén (una empresa productiva, rentable y estratégica para el desarrollo nacional que no debió venderse) es menor que el dinero que se roban en los contratos de obra pública nacionales en un solo año.
La corrupción tiene consecuencias sobre la moral. Los jóvenes que están formándose reciben el ejemplo del dinero fácil y rápido, y de lo inocuo que, aparentemente, resultan las normas. Entre tanto, la familia, la escuela, la universidad no realizan con ellos procesos formativos eficaces que contrarresten ese modelo pernicioso.
Un país no se construye por inercia ni casualidad, sino como producto de la acción sistemática, consciente y focalizada de sus ciudadanos. La corrupción tiene que dolerle a la sociedad y tiene que ser combatida por todos. Antes de que nos devore.