Su mejor exponente, sobreviviente de la siniestra burocracia soviética, es Putin. O, más cercano a nosotros, el senador Cepeda, y su predisposición al chisme, el rastreo, la estigmatización del contrario.
El monolito -extraño nombre, muy apropiado para retratar el fenómeno político a que aludo en estas notas– es un cuerpo compacto, invulnerable al asedio u hostigamiento desde afuera. Sólo puede ser erosionado desde adentro, por obra de fracturas o de disensiones intestinas, que podrían ser, ellas sí, producto de influencias exteriores. Resumiendo, es aquello en lo que acaba convertida toda dictadura de corte estaliniano, o que se le aproxime por la ideología que la inspira y por sus métodos. Como, digamos, el régimen cubano, y el venezolano, que, en su desespero por no sucumbir, dirige hacia allá sus pasos. Por razones defensivas ahora, movido por el afán de mantenerse en pie hasta el último aliento, pues lo que sigue es la cárcel, el destierro y hasta la muerte.
A dicho régimen, el estalinista, en su forma más acabada y perfecta (la que padeció Rusia hasta 1990) lo caracteriza el hermetismo propio de las sectas religiosas medioevales, como la intolerante iglesia católica de entonces en Italia o España, preludio de la que tuvimos en Colombia en tiempos de monseñor Perdomo primero y Builes después, tan dados al anatema y la descalificación, con su cerrazón propia de las cúpulas eclesiales, incluyendo a veces al Vaticano y sus cónclaves. No hay nada más parecido a la Iglesia así esbozada, cualquiera sea su profeta y credo, que un partido comunista contemporáneo. Las excomuniones de otrora, por ejemplo, son equiparables a las purgas y autocríticas que acostumbran, sin renunciar a ellas jamás, los inefables “camaradas”. Muy parecidos en sus modos, su semblante severo y hasta la indumentaria, a los curas y monjas de monasterio. A frailes como Torquemada y Savonarola, practicantes de la inquisición, la hoguera y las confesiones arrancadas. Aficionados a la clandestinidad, hechos, como están, para la obscuridad. Clandestinidad que ejercitan como un culto continuo, aunque ya no conspiren y obren dentro de la ley que los acoge y ampara. Y aún en circunstancias en que detenten el poder absoluto. Su mejor exponente, sobreviviente de la siniestra burocracia soviética, es Putin. O, más cercano a nosotros, el senador Cepeda, y su predisposición al chisme, el rastreo, la estigmatización del contrario, con motivos o sin ellos. Y a quien por algo le gusta el cuello clergyman en sus camisas. Y que el lector me perdone el fisgoneo, que suele contagiarse por alusión.
En personajes de tal condición, lo arriba descrito es su segunda naturaleza, que los diferencia de otros activistas políticos o militantes de partido. Se trata de un rasgo distintivo suyo, o de un estilo. Y también de un método, probado por su eficacia para ganar terreno o mantenerse en pie. Así, poco más o menos, opera el monolito en mención. Lo distingue, repito, la fría brutalidad que alimenta el miedo y la cautela en la comunidad. Y que es la clave de su supervivencia, virtualmente vegetativa, de su prolongada permanencia en el poder, tan larga que no se cuenta por cuatrienios sino por generaciones. La clave, repito, está en la resignación que infunde, e invade el alma de los asociados, los cuales terminan habituados a la ciega obediencia que evita la caída en desgracia. La cual en los paraísos socialistas antecede a la proscripción, y es como la muerte misma. Ya vamos entendiendo entonces por qué no caen Maduro y Ortega, ni caerán tan rápido como lo sueñan sus malquerientes. Ni Venezuela, ni la misma Nicaragua actuales son las mismas repúblicas bananeras de Pérez Jiménez y Somoza en el siglo pasado. El contexto es otro en el mundo actual.