El verdadero conservatismo es dinámico. Avanza de equilibrio en equilibrio hacia el progreso.
Cuando Goethe llega a pensar que es peor el desorden que la injusticia, no es porque acepte la segunda, sino porque sabe que la justicia es imposible donde no impera el orden.
A esta reflexión, profundamente conservadora, arriba el antiguo disociador del Werther, transformado en el sereno e inamovible ministro del duque de Sachsen-Weimar.
Colombia ha vivido siempre la falsa tensión entre libertad y orden, considerando ambos términos como antitéticos, en vez de comprender que sin orden es imposible la libertad. En esas condiciones, las fuerzas de la legitimidad, en general, son mal comprendidas, de manera que “izquierda” y “revolución” tienen connotación siempre favorable, mientras la “reacción” es execrada.
Los términos realmente opuestos son más bien los de acción y reacción, de cuyo contraste debe salir el equilibrio social. Si bien es verdad que debe conservarse lo conveniente, también es cierto que no puede impedirse el cambio. El verdadero conservatismo es, por tanto, dinámico. Avanza de equilibrio en equilibrio hacia el progreso económico y social, respetando siempre lo esencial: la cultura, la civilización, la libertad individual, la ley…
Frente a esa concepción, donde cabe la ordenada confrontación de pareceres, se levanta el turbión revolucionario, que odia el orden establecido por el lento progreso secular, para llevarse de calle todo el edificio social, en afanosa procura de ideales tan deseables como la igualdad y la libertad, como si esos fueran posibles dentro del caos y el desorden.
La historia no es benévola con las revoluciones sucesivas que han sacudido al mundo, porque cada vez es más difícil ocultar cómo sus millones y millones de muertos no han traído paz ni prosperidad. Al contrario…
No hay peor tragedia para los pueblos que la revolución, pero esta, por lo menos entre nosotros, sigue avanzando. Aquí no existe frente a ella la menor reacción.
Hemos visto, impasibles, cómo la educación, la justicia, los medios, han caído en poder de los enemigos implacables de la democracia y el derecho, y cómo siguen avanzando hacia el control de mayores espacios en la administración pública, de tal manera que poco les falta para completar el dominio del poder…
No existe revolución espontánea, ni esta es siempre consecuencia de revuelta y asonada. Más bien es el proceso que le permite a un puñado de activistas apoderarse del Estado. No parece que estos, en Colombia, superen con mucho los 50.000 votos de las Farc, pero en cambio tienen un comando único, disciplinado, permanente, implacable, ampliamente financiado, tentacular, clandestino, que dirige caudalosos movimientos a través de vistosas marionetas coordinadas, como Petro, Claudia, Antanas, Cepeda, Fajardo y Timochenko; mientras las fuerzas del orden actúan, cuando lo hacen, sin coordinación y hasta contradictoriamente, de manera esporádica, guiadas por un deseo de convenir, pactar, negociar y consensuar, como si sus enemigos fueran convivientes, razonables o transaccionales.
¡En fin, nos contentamos con haber recuperado parte del gobierno, pero no mucho del poder!
Antes, a la embestida revolucionaria se enfrentaban gobierno, partidos, Fuerzas Militares e Iglesia, los mismos y últimos bastiones que ahora se muestran indecisos, timoratos y temblorosos.
Cumplo con mi solitario deber de expresar ideas incómodas, como esta de pedir que se organice una verdadera reacción nacional, disciplinada y eficaz, en este agudo periodo de desorden institucional y moral, que nos conduce hacia el narcoestado, antesala de la peor de las revoluciones.
¿Quién, desde esta orilla, está preparando el alcalde que salve a Bogotá de Claudia el año entrante?
***
Negarse a dar su verdadero nombre a las cosas es signo preocupante de debilidad. Cuando el ministro de Defensa acuña la expresión “grupos armados residuales” para no tener que hablar de Farc, Eln, o apelar al eufemismo de “disidencias”, estamos en presencia de un ministro improvisado y residual.
***
“Mientras más grandes sean los problemas, mayor el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos”: Nicolás Gómez Dávila.