Las democracias funcionan mejor cuando hay mejores partidos
La modernidad llegó con dos nuevos actores políticos que durante cinco milenios de vida política no habían existido: la Sociedad Civil y el Estado. Esto reemplazó al anterior modelo de súbditos y reyes, en el que la obediencia, obligada o espontánea, era la norma y en cierta medida la forma casi única de comunicación entre unos y otros.
Cuando aparece el Estado absolutista, que fue la primera forma moderna de Estado, esta situación se mantuvo porque la monarquía seguía vigente y hasta fortalecida. Pero en el momento en el que los Estados hicieron un tránsito a Estados Liberales, o sea democráticos, fue necesario encontrar algún modo efectivo de relacionar a los nuevos ciudadanos surgidos de las revoluciones liberales con ese también nuevo poder que ya no estaba en cabeza de un rey sino de unos funcionarios.
El sistema electoral fue entonces el nuevo instrumento de comunicación entre esa Sociedad Civil y ese Estado, que hoy en día son los dos elementos básicos de las democracias difundidas por toda Europa, América, Oceanía y cada vez más países de otros continentes.
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La relación entonces se daba entre unos electores y unos elegidos, a través de ese sistema electoral, completado además por la prensa y por supuesto por los movimientos sociales. Pero cuando se fue dando el sufragio universal, o sea que cada vez más y más gente pudiera votar (al principio eran muy pocos los habilitados), esa relación se hizo compleja, ya que los candidatos eran muchísimos y los electores millones.
La única forma de hacer que la comunicación entre gobernantes y gobernados se organizara en medio de un caos de propuestas políticas personales y aspiraciones individuales de los votantes, fue darle un papel clave a los partidos políticos.
Estos habían nacido incipientemente con las revoluciones liberales, pero para comienzos del siglo pasado ya eran formaciones complejas que podían desempeñar ese papel aunque aun desde entonces tenían serios problemas de corrupción interna.
Y comenzaron a asumir este papel organizador hasta convertirse en los principales actores de la democracia, unos actores colectivos que aún hoy en día, a pesar de todos sus problemas y falta de credibilidad en ellos, son los que compiten por el poder político, reclutan a los líderes mayoritariamente y llevan políticas públicas de su seno al Estado cuando ganan las elecciones.
Por eso en la actualidad cualquier académico de la Ciencia Política sabe que las democracias funcionan mejor cuando hay mejores partidos y cuando las relaciones entre ellos en su competencia por el poder se basan en reglas confiables, bien diseñadas y por todos aceptadas.
El que haya buenos partidos depende mucho de la Sociedad Civil, porque en cierta forma la reflejan, pero también el Estado puede contribuir por un lado a que existan mejores partidos y por otro reglas del juego político que generen legitimidad.
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La fórmula primordial aunque no única para ello es la reforma del Sistema Electoral, o sea la creación de normas constitucionales y legales orientadas a ambos fines, más conocida como Reforma Política.
Por eso cuando una propuesta de Reforma Política fracasa, bien porque se hunde o porque queda mal hecha, es quizá la peor noticia para una sociedad después de una guerra, una crisis económica o un cataclismo natural.
Bien sea porque no se alcanzaron los consensos necesarios o se lograron los equivocados, o por falta de compromiso de los poderes públicos, o por la actitud de ventaja calculada de los partidos políticos, o por la indiferencia ignorante de la ciudadanía, y seguramente por una combinación de todos esos elementos, es una pésima noticia. Pero a nadie parece importarle. Más grave aún.