Gabriel Jaime Arango V. revisa los aportes del maestro René Uribe Ferrer a la educación, las letras y la cultura de Antioquia y el país.
Gabriel Jaime Arango V.
“El objeto más noble que puede ocupar al hombre es ilustrar a sus semejantes. El empleo de maestro será el más considerado, y los que lo ejerzan, serán honrados, respetados y amados como los primeros y más preciosos ciudadanos de la república”. Simón Bolívar.
Afirmar que su figura era la del pensamiento, que su andar era el de la prisa impuesta por el tiempo, siempre limitado para todo lo que tenía por hacer, y que su presencia era sinónimo de la iluminación que a los seres humanos brindan las lógicas de la razón y la fe, es apenas una ligera aproximación de la memoria al ser del Intelectual y del Maestro que inspiró a múltiples generaciones de alumnos seducidos por la filosofía, la literatura, la teología, la doctrina social de la Iglesia católica y el derecho, en la Medellín de la segunda mitad del siglo XX.
Fue Maestro de Maestros. Dotado de una inteligencia asombrosa y culta, a la que supo darle el refinamiento que sólo logran los pocos hombres que hacen de su vida una búsqueda sin límites en procura de la perfección, hizo de su sabiduría, de su conocimiento y de su experiencia vital, una cátedra universitaria abierta a las preguntas y a la reflexión, que a manera de un manantial siempre diáfano y fresco, sirvió para que en ella abrevara y calmara su sed la juventud que ávida de sentido y trascendencia quería comprender la vida, el mundo, la historia de las ideas y la sociedad.
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Por su carácter ascético, intelectualmente generoso, argumentativo y prudente, acompañado de rigor y método al momento de elaborar conceptos fundamentales y sustentar la validez posible de las ideas, los sentimientos y las propuestas de acción que formulaba, casi todos los estamentos sociales y académicos de Medellín y Antioquia lo tuvieron como el hombre y el maestro al que necesariamente había que acudir en busca de opinión y consejo para la toma de decisiones institucionales de alta significación educativa y cultural, pero también para el entendimiento de los asuntos de índole personal y profesional que inquietaban a sus alumnos en esa introspección que generan las preguntas por el ser personal y el conocimiento del sí mismo.
Y es que el doctor René, como respetuosa y afectivamente era llamado por los estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, no era para ellos solamente el decano o el profesor que con entusiasmo y acierto orientaba y animaba el estudio y la comprensión de connotados sistemas filosóficos del mundo y de la producción literaria clásica, nacional o universal, sino el hombre que les inspiraba seguridad y confianza para acceder a su sabiduría en busca de soporte intelectual y apoyo espiritual para responder interrogantes personales de naturaleza existencial.
Participar en los planes de trabajo del profesor Uribe Ferrer, siguiendo atentamente sus disertaciones académicas, sin importar en cuál de los cursos a su cargo se estuviera o en qué escenario se le escuchara, permitía percibir la marcada influencia que en su pensamiento y en sus actitudes ejercieron escritores sagrados de la Biblia, entre ellos Job, del Antiguo Testamento, y los cuatro evangelistas, y en especial, filósofos de siempre en el pensamiento de occidente, como Platón, San Agustín y Santo Tomás.
Los ideales de perfección y realización humana adoptados para sí por el doctor René, inspirados en sus maestros predilectos y en otros de la modernidad que también le eran altamente significativos, Kant y Heidegger, tanto como su compromiso con los valores supremos de la cultura y el alto sentido del servicio a la comunidad, confirieron a su vida un hálito digno de emular, bien por su fundamentación y finalidad, como por su integridad y coherencia. Para discípulos y colegas, la primera y más importante lección del profesor la constituía él mismo, su manera de ser y de actuar, de pensar y trabajar.
La admiración y la seducción suscitada en las aulas por las exposiciones y citaciones filosóficas, literarias, teológicas, jurídicas y sociales que el maestro hacía, históricamente contextualizadas y oportunamente relacionadas con los hechos culturales de actualidad, lograban con frecuencia que por demanda de los alumnos las clases se prolongaran en lugares y en horarios extra-institucionales.
Bajo la forma de tertulias, grupos de estudio, reuniones académicas, conversaciones estructuradas, conferencias programadas o seminarios electivos, a los que por igual se volcaban los alumnos más aventajados que los principiantes o los autodidactas de la ciudad, la cátedra del doctor René terminó por hacerse abierta, permanente, vital y social, es decir bien público.
Para atender los requerimientos que se le hacían y cumplir el cometido de compartir su saber, visión y pensamiento, elaborado en prolongadas horas de estudio, análisis, soledad, silencio y escritura crítica en el seno de su biblioteca o en la sala de profesores, en muchos momentos de su vida debió recurrir al uso de los géneros y las formas periodísticas, columnas de opinión, entrevistas y ensayos. Él enseñaba y formaba a toda hora, en toda forma y bajo toda circunstancia. Sabía que el maestro trasciende sólo cuando es su vida comprometida la que lo hace.
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Observarlo cuando entraba a un salón de clase, escuchaba un concierto en el teatro, cruzaba la calle, entraba o salía de una librería, o cuando inesperadamente se detenía para atender el saludo o la consulta de un transeúnte, permitía hacerse a la perfecta idea de quién es un intelectual conectado con la vida ordinaria, la misma que le brindaba el sustrato para la elaboración de su pensamiento acerca de la realidad social.
La austeridad en su rostro y su mirada, la finura de sus modales, el uso de la palabra como “pensamiento y arte”, y a veces la sonora carcajada a la que le movía el fino humor, eran igualmente portadoras de un categórico mensaje de integridad personal. Si, fue un intelectual excepcional, un hombre íntegro y un maestro ejemplar.
Intelectual porque dedicó su vida por entero al pensamiento y a la elaboración de conceptos que permitieran entender y descifrar racional, moral, ética, estética, legal y espiritualmente la realidad física y sociocultural. Hombre íntegro porque al actuar, sus únicas huellas fueron de honestidad, responsabilidad, pulcritud, congruencia, veracidad, probidad y firmeza. Fue maestro ejemplar porque “permitió a sus alumnos aprender” con él y sin él, ya que sentía por ellos, por nosotros, el mayor respeto que alguien pueda sentir por los demás, el mismo que sentía por sí mismo.
Lección inmensa fue haber aprendido de él, en forma simple y profunda, el valor y la utilidad de la filosofía. Ante el desconcierto de un condiscípulo que al final de la carrera dudaba de la utilidad práctica de los estudios filosóficos y de la filosofía misma en y para el mundo del trabajo, el maestro solicitó, delicadamente, que se le permitiera opinar al respecto, para decir: “Sirve para encontrar el por qué y el para qué de cada paso que demos y de cada decisión que tomemos, para trazarle dirección y rumbo al camino que vayamos a recorrer, y en último término, para llenar de sentido la vida”.
Como maestro intelectual y trabajador de la cultura el doctor René asumió el compromiso de conocerse a sí mismo y examinarse en forma permanente, asegurándose de que su vida transcurriera en un estado de curiosidad constante, de duda inteligente y de compromisos pacíficos. Dispuesto a no manipular ni a dejarse manipular examinó desapasionadamente la conducta de los seres humanos, planteó preguntas serias y objetivas, habló con sentido común, disintió de las opiniones de grupo cuando le fue necesario y se levantó, sin miedo, contra las opiniones prevalecientes cuando la fortaleza de sus argumentos y el imperativo de su conciencia se lo indicaron.
Por ser un conocedor de la historia, aprendió de los hechos por encima de las ideologías y poseyó visión de largo plazo. Por ser lector de literatura selecta se hizo conocedor profundo de la naturaleza humana y sensible ante el dolor y la injusticia. Desarrolló un amplio sentido de la libertad y el progreso, destacó lo que era esencial y jamás hipotecó la conciencia. Acudiendo a la investigación y al pensamiento suplió la falta de información. Se opuso a la tiranía con el pensamiento y la escritura y por sobre toda condición ejerció la libertad de entendimiento.
Como intelectual vio en su época lo que otros no veían, le correspondió discutir lo que no se discutía o casi ni se mencionaba, pero que afectaba el entramado social y la suerte de los grupos o de los seres humanos en su individualidad. De todo esto, de una u otra manera, dan cuenta los ensayos que en este texto se publican.
Nota: este texto fue escrito por Gabriel Jaime Arango V. para el libro René Uribe Ferrer, el Maestro y la estética, publicado por el Fondo Editorial Eafit.