Aparece el coco de la propiedad de la tierra para apaciguar cualquier intento reformista.
Es una desgracia el recuento de la violencia que desde la mal llamada conquista española marcó el devenir del país. Sin desterrar a los invasores de la Nueva Granada, los patriotas se enfrascaron en una lucha fratricida de cinco años dando lugar a la “la patria boba” cuando el enemigo se resistía a reconocer el grito de independencia criollo. Esa manera violenta de resolver los conflictos siguió entre ejércitos regionales hasta la guerra de los mil días, a comienzos del siglo veinte. Luego la violencia interna tomó ribetes de confrontación partidista entre liberales y conservadores, salpicada por acciones violentas de empresas como las bananeras contra los trabajadores. Ocurre el asesinato de Gaitán, se recrudece la intemperancia que las elites buscan resolver con el Frente Nacional, se incuban los movimientos guerrilleros soportados en la exclusión política, la pobreza y la inequidad, luego degradados por la influencia del narcotráfico y otras rentas ilegales.
Los analistas de salón y de academia se han entretenido por décadas buscando encontrar la relación entre violencia y pobreza y, recientemente, la desigualdad. No hay respuestas convincentes, porque, por la vía del ejemplo, otros lugares más pobres gozan de mejor convivencia que el nuestro. Pero el hilo conductor sí debe existir. La proliferación de necesidades y la falta de oportunidades para la inmensa mayoría de la población, produce rabia, lógico. Así algunos sectores no lo quieran reconocer, el origen del último conflicto armado, de más de 50 años, que hoy intentamos apaciguar, tuvo su origen en las precarias condiciones del campo y la exclusión política institucionalizada con ocasión del acuerdo partidista.
Por algo el primer punto de la agenda de negociación gobierno-Farc fue el panorama rural. Allí están concentradas buena parte de las contradicciones sociales y económicas que alimentan tensiones y conflictos, a pesar de la urbanización creciente y consolidada.
En palabras del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac) de 2016: la desigualdad respecto a los predios del campo es del 89,7%. Existen cerca de 3,7 millones de predios rurales, con una extensión de 61,3 millones de hectáreas en manos de 3’552.881 propietarios. De ellos, el 25 por ciento son los dueños del 95% del territorio. Otra mirada: en 1984, según Corpoica y el Igac, el 0,40% de los propietarios disponía del 31% de la superficie rural, para fundos de más de 500 hectáreas; en 2001, 16 años después, el mismo porcentaje de propietarios concentra el 62% de la superficie. ¡el doble! no hay que estrujar el cerebro para relacionar la concentración de la propiedad rural con la existencia del conflicto armado, en dicho periodo. Como causa y como resultado. Si se considera el uso de la tierra el panorama también es desolador. El 80% está destinada como pasto y rastrojo; el 19,7 como agrícola y el 0,3 infraestructura agropecuaria (CNA 2015).
Ahora que el gobierno ventila con timidez un proyecto de decreto ley para atacar la perversa situación del campo, aparece el coco de la propiedad de la tierra para apaciguar cualquier intento reformista.
La paradoja de la actual discusión la esboza Héctor Riveros en la Silla Vacía: “Colombia tiene uno de los regímenes jurídicos más progresistas en materia de derecho de propiedad: la define como una función social lo que ha permitido desarrollar la extinción del dominio, permite la expropiación por interés social o utilidad pública, autoriza que la expropiación se haga por vía administrativa y que la indemnización no sea plena, sino que se calcule de acuerdo con los intereses de ´la comunidad y del afectado´”.
Alfonso López Pumarejo, el padre de concebir la función social de la propiedad, hace 80 años, concepto de estirpe alemán, capitalista, debe revolcarse donde esté, porque el país rural que dejó, sigue peor.