Ni a corto ni a mediano plazo se vislumbra un cambio que desmonte esa mezcla de grotesco populismo y castrismo improvisado que sufre Venezuela.
Volvemos al tema de Venezuela, pues a diferencia de tantos que suelen tocarlo, no soy nada optimista. No adivino su futuro tan tranquilo como lo ven ellos. Al vecino le espera lo peor que quepa imaginarse para un país en su situación y que cabría definir como la “estabilización del desastre”. Marcado hoy por la incertidumbre total y la zozobra, producto de un agudo enfrentamiento que no se resuelve en pro ni del régimen ni de sus opuestos. Solo que cuando hay tal equilibrio de fuerzas (o de probabilidades repartidas, a favor y en contra), finalmente gana quien maneja las riendas, con todos los recursos y herramientas del Estado a la mano. Empezando por los jueces y tribunales para silenciar a los contrarios, y por las armas oficiales (ejército, policía reforzados por milicianos reclutados entre el lumpen), sin escrúpulos ni inhibiciones en su puntual, sistémica tarea de reprimir la protesta ciudadana.
El pulso parejo que venían sosteniendo unos y otros acabó favoreciendo a Maduro cuando su contraparte, olvidando su condición mayoritaria, cándidamente cayó en la celada de unas negociaciones sin plazos ni condiciones, secundadas por el Vaticano a pedido del dictador. El largo e improductivo encuentro solo sirvió para igualar las cargas entre un gobierno debilitado (que al fin el hemisferio empezaba a cuestionar por boca de Almagro en la OEA, tras haber perdido el apoyo de países claves como Brasil y Argentina) y un parlamento que con tesón reclamaba un referendo revocatorio, al cual el gobierno no podía menos que darle largas hasta el año subsiguiente impidiendo su celebración en el incumbente, por serle ella catastrófica al chavismo, pues traía consigo el relevo del presidente en caso de perderlo, como todo lo presagiaba. A raíz de todo esto, pese a lo maltrecho y acosado que estaba hace unos meses, el régimen logró reponerse, pasó a la ofensiva y arreció sus ataques contra las mayorías, apertrechado en una mesa de diálogo tramposa pero convalidada por el Papado. Debe él su supervivencia entonces a una mediación pontificia que no fue pedida sino por una de las partes mientras la otra, fraccionada pero azas reverente, no osó siquiera cuestionar semejante maniobra dilatoria que le permitía al chavismo recuperar el resuello y ganar tiempo.
Dos cosas le ayudan a Maduro: 1) el embotamiento de la oposición que por cuenta de unos diálogos extemporáneos perdió la iniciativa, pasó a la defensiva, renunció a la calle y se aplacó sin recibir a cambio sino más mandobles. En la acción política hay que saber reconocer las oportunidades, según el ritmo e intensidad de la batalla que se libra. O sea, cuándo arremeter y cuándo replegarse, según la potencia y medios que se tienen. Pero Capriles y demás líderes confundieron el diálogo a tan alto nivel con la contemporización en el momento en que había que forzarle la mano al otro, y convenir una fecha aceptable para el referendo en el que, por lo demás, equivocadamente concentraron toda su atención y cifraron toda esperanza. Lucidez, articulación y temple faltaron pues en gran medida. Y 2) Atenta también contra la libertad y la Constitución (hechura de Chávez sí, mas lo único que hay ahora para escudarse, invocándola) venezolanas la excesiva precaución de los gobiernos latinoamericanos (incluido el nuestro) con los desmanes del chavismo, que siempre se toleran y nunca se censuran.
Ni a corto ni a mediano plazo se vislumbra un cambio que desmonte esa mezcla de grotesco populismo y castrismo improvisado que sufre Venezuela. Todavía no es tiempo, a mi juicio, para el anhelado revolcón que la regrese a la civilización y la democracia. Ni el gobierno cede ni la oposición se reagrupa y articula. Ni Latinoamérica, que tanto cuenta, se sacude el miedo para tomar con decisión el partido que debe tomar.