Politiquería y corrupción

Autor: Pedro Juan González Carvajal
17 octubre de 2017 - 12:08 AM

Si no se cumple la Constitución, entonces ¿para qué el Estado?, ¿para qué los gobiernos?, ¿para qué los partidos políticos?, ¿para qué el remedo de democracia?

En una democracia, el estado no pasa de ser una ficción jurídica que adquiere corporeidad cuando el gobierno de turno ejerce sus funciones, entendiendo por Gobierno, de manera integral, a los tres poderes sustantivos de una democracia moderna bajo la figura republicana.

La primera obligación de un estado, a través de sus órganos constitutivos, es hacer cumplir la Constitución Política vigente. Si esto no se da, por incapacidad o por desinterés, de todas maneras se tendría que hablar de una actuación irresponsable de los tres poderes en cabeza del Poder Ejecutivo. Y si no se cumple la Constitución, entonces ¿para qué el Estado?, ¿para qué los gobiernos?, ¿para qué los partidos políticos?, ¿para qué el remedo de democracia?

La legalidad y la legitimidad de la actuación pública tiene su fundamento en la seriedad de los partidos políticos que generan la dinámica de lo político con sus ideas y sus propuestas, y en la eficiencia y eficacia de los gobiernos para hacer cumplir los mandatos constitucionales para beneficio de todos y cada uno de los ciudadanos, en cabeza de funcionarios idóneos y probos.

Si los partidos políticos no se comportan a la altura de las circunstancias y sus dirigentes y cuadros son inferiores a sus responsabilidades, pues la cosa tiene mal comienzo, pues es desde los partidos que se construyen los gobiernos.

Dice Osborne, que el papel de los gobernantes “no es el remar, sino el marcar el rumbo”, lo cual suena lógico, siempre y cuando cuente con una tripulación lo suficientemente preparada y comprometida que lo respalde.

Un estado será eficiente cuando logre entregar a los ciudadanos, sin distinción de ningún tipo, todos aquellos productos y servicios que constitucionalmente tiene el deber de proporcionar y a los cuales los ciudadanos tienen pleno derecho, sobre todo cuando hablamos de derechos fundamentales. Así mismo, el estado debería estar en condiciones de asegurar que a su vez, los ciudadanos cumplan con sus diferentes deberes y responsabilidades, tal y como lo establece y como manda la Constitución.

Un estado ineficiente no logra cumplir con sus obligaciones y una porción de ciudadanos, de cualquier orden de magnitud, queda a la espera de los mismos. Como los derechos muchas veces están asociados a necesidades básicas y fundamentales, aparecen los malos políticos que se ofrecen como intermediarios o padrinos para “ayudar” a que el estado a través del gobierno de turno, cumpla con su deber, a través de una recomendación, de la presentación de un conocido, de agilizar los trámites, de violar la fila o simplemente de desordenar el orden del funcionamiento para tratar de hacer atender al ahijado, quien quedará obligado con el diligente politiquero, de igual manera que el hombre común queda debiéndole un favor al “Don” de turno.

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Es por eso que gobiernos eficientes, que generan respuestas oportunas y correctas a los ciudadanos, se blindan de la corruptela cotidiana, generan satisfacción al cliente ciudadano y no permiten que los malos políticos, los politiqueros, se aprovechen de la ineficiencia para sacar provechos inmediatos y futuros, debido a la cauda de ciudadanos que se vieron beneficiados por su “poder de influencia temporal”.

Un ciudadano no le debe pedir favores ni al gobierno de turno ni al Estado, pues sin él, éstos no existirían. Una cosa es la calidad en la atención y en la prestación del servicio y otra la obligación de prestarlos de manera digna y oportuna. En el sentido peyorativo de la palabra, según Honoré de Balzac, “la burocracia es una máquina inmensa manejada por pigmeos”. La politiquería y la corrupción van de la mano, y a ambas debemos extirparlas.

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Otra cosa son las componendas de los estrechos círculos del poder, allá donde se toman las grandes decisiones que impactan favorablemente o no a todo un país. La necesidad de contar con dirigentes idóneos, probos y comprometidos suena a una postura ingenua, axiológica e ideal, pero debería ser el producto obvio de un buen proceso educativo, respaldado en un adecuado sistema educativo que forme verdaderos ciudadanos y hombres y mujeres de bien.

Retomemos el mensaje que se encuentra en la entrada de una de las Universidades Sudafricanas, para reflexión de sus estudiantes:

“Para destruir una Nación no se requiere de bombas atómicas o misiles de largo alcance. Solo se necesita bajar el nivel de educación y permitir que se copie en los exámenes.

Pacientes mueren en manos de tales doctores.

Edificios colapsan en manos de tales ingenieros.

Dinero es perdido en manos de tales economistas y contables.

Humanismo muere en manos de tales religiosos.

La justicia muere en manos de tales jueces…

El colapso de la educación, es el colapso de la Nación”.

Insistimos en la necesidad de dotar a Medellín con un adecuado Centro de Espectáculos.

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