Todas ellas (las montañas) estaban llenas de cicatrices.
-Hicimos algo horrible -repetían sin cesar- y todavía lo estamos pagando.
Hermann Hesse. Peter Camenzind
El lugar
Donde no pasa nada y me doy cuenta de que todo es silencio, al menos estoy yo y al estar ahí las cosas comienzan a pasar. La conciencia sobre algo implica un yo y un tú. Y un Entre, que es el espacio que aparece para que haya una pregunta y una respuesta. Ese Entre es el mundo y la única posibilidad para encontrarse, como decía Martin Buber. Allí está lo sin nombrar y, ya con el nombre real o supuesto (lo que hace la palabra es romper el silencio), no sólo aparece lo nombrado, sino que llega con una historia. Así que lo que tiene nombre ya son muchos nombres. Por esto el sujeto existe si tiene verbo y predicado. El sujeto solo está en ninguna parte; para estarlo necesita de una acción y un contexto, a menos de que esté muerto. Y hablar de la muerte no es cosa de sabios, como bien dice Baruj Spinoza. La vida es lo presente: es el lugar.
Las tierras alemanas y las suizas son frías, boscosas, supersticiosas y cargadas de dioses a la espera, con pueblos pequeños y mujeres y vacas gordas, unas, porque también las hay flacas como yerbajos y liebres. Estas tierras, que dan árboles azules y muchachos como Sigfrido (el de Los Nibelungos), ríos que en algunas partes del recorrido se convierten en tres, como el Danubio cuando pasa por Passau (ciudad católica y que fue de un obispo), caminos fríos y paisajes que contienen los muchos juegos de la mirada y con ellos la libertad del geisteswissenschaften, que es un todo que permite ser humano al que es sensible; algo como Manitú, ese dios invisible y hermano de los indios pieles rojas que separaba las nieblas para que se viera todo lo creado.
El lugar que trasciende al claro en el bosque de Martín Heidegger, a su Dasein (estar ahí) y su Lebenswelt (vivir el mundo), lo entiende Hermann Hesse como el espacio del mito. Y en el caso de Peter Camenzind, como ese mito creador que para entenderlo hay que verlo como si estuviera vivo y moviéndose, con boca y orejas, muy propicio para un niño que todo lo cree y sin darse cuenta de que él mismo es ese mundo que se está creando alrededor y donde la tierra es él, igual que el agua, los animales, las plantas y las gentes. Todo esto salido de esa suma de imaginarios que construyen la niñez y su persistencia en la memoria. Sobre el mito-lugar escribió Thomas Mann (la tetralogía de José y sus hermanos), quizá siguiendo la frase con que empieza Peter Camenzind: “En el principio fue el mito”.
Los descubrimientos de un niño
La conciencia llega por los ojos. Y esa conciencia (que es ese algo de lo que ya no se duda) ve y, al percibir, siente y aprecia los cambios de color según las horas (recuerdo la Catedral de Rouen según Monet), admite la tempestad, el curso de las aguas, los vientos silbadores, los montes ferrados a la tierra, los truenos y el silencio sospechoso. Y en este ver la naturaleza, el niño es un descubridor y un inventor, alguien que entiende el movimiento de la tierra por las hierbas, las flores y los helechos, los árboles que dan sombra, el cielo que cambia de aspecto y los hombres y mujeres, que son como arbustos. Para un niño la tierra se mueve porque sobre ella aparecen seres que crecen y cambian, pasan raudos como los pájaros por el aire y los peces por el agua, y son unos y otros como el día y la noche, la primavera y el verano, lo que es grande y lo pequeño. Y como hay movimiento, alguien o algo lo debe generar (como en el caso de Newton y el relojero que da cuerda). El niño ha hecho su primer descubrimiento y busca la causa, que le aparece y se esconde, jugando. En el principio fue el mito y los dioses jugaban con los hombres y las mujeres. Con los días, debido a la edad de la razón (o lo que esto signifique), ya solo juegan con los niños, que los entienden igual que Virgilio en sus Geórgicas, libro donde la cría de abejas es el capítulo final.
El mundo que se construye es de colores y de formas, de sonidos y silencios, de calores y de fríos- Y en este construirse, mágico y teatral para el niño, lo que se crea muestra también los techos y las paredes, las puertas y ventanas, los vestíbulos y las vigas, los establos y pesebres, los graneros y las huertas, lo servible e inservible, lo que pasa en los habitantes establecidos, los recién llegados o los que van emigrando. Y mediando, la multiplicidad de los Camenzind con sus pequeñas diferencias, que resultan siendo enseñanzas: lo bueno y lo malo, lo distinguido y lo inferior, lo inteligente y lo insensato, la pequeñez y la grandeza, la cordura y la locura, la justicia y el pecado, el desprecio y la curiosidad, la indiferencia y la ignorancia, el entusiasmo y el fracaso, la agitación y la calma. En los Camenzind (los humanos) que a veces parecen árboles parlantes, que van por ahí agitándose y haciendo conjeturas, el mundo que se crea contiene más cosas que en los animales y las plantas, pues carecen de la paciencia de las montañas cuando son azotadas por el viento y del agua que no para de fluir, su fe es frágil y acumulan más tristezas que alegrías, se envidian y codician, y las palabras los desunen más que los unen. Y todo esto se aprende para bien o para mal, mirando y sintiendo, viendo obrar y haciéndose preguntas. La tarea de un niño es estar en la vida y no salir de ahí. Nacer implica vivir ya en las historias de la tierra y de los cielos, saltando entre la una y los otros. Y cantando como un grillo.
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El viento del sur
Peter Camenzind niño, teme al viento del sur porque no entiende bien sus cambios ni sus intenciones. Es un viento helado que trae aguaceros, arroyos desbordados, casas destruidas, hombres desaparecidos, aludes de las últimas nieves, viajeros que parecen muertos y obliga a que la gente rece y se aferre a una taza de té caliente, mantenga encendida la estufa y no se atreva a tocarse, pues en los rugidos se esconde el diablo. Pero también es el viento que trae el calor, el saludo de las tierras lejanas, la belleza, la fantasía y la ensoñación. El viento del sur es lo previo a la primavera, la renovación de las tierras, la salida de las flores que cubren los campos, el reverdecer de los árboles que darán frutos, los mugidos alegres de las vacas y el saltar de las gallinas perseguidas por los perros y los gatos, los inicios del amor entre hombres y mujeres y la aparición de los dioses, que como los osos duermen todo el invierno.
Luego del viento del sur, el lago pierde sus brumas y los barqueros ven los cardúmenes de peces; los agricultores vuelven a sus eras y las mujeres que lavan cantan como los pájaros, haciéndose notar. Y el niño Peter Camenzind (que sería Hesse en su niñez), que vive en una casa que construyó su abuelo, busca la razón de todo lo que ve y siente. Y en esa pregunta que no para de hacerse más preguntas, estaría la razón del espacio que contiene el paisaje y las gentes, incluidos además el tiempo y los seres que no existen. Y la pregunta no es una duda que altere sino un juego a esconderse y no ser descubierto al primer momento, que viene de quien pregunta y de aquel (o aquello) que responde. Y todo es amplio: la infancia más afortunada es la que se vive (o se vivía) en el campo, pues allí aparece la tierra y hay que irla nombrando por etapas, por climas, por siembras y cosechas, por las nubes y el cielo azul, sin que falten los cambios en los animales, unos pariendo y otros engordando, algunos cacareando y los más abriendo y cerrando los ojos a la espera de algo de comida. Y en medio de todo esto la gente, la cercana y la lejana, la propiciadora de conversaciones y de odios, la que cree en D´s y la que no, que tiene la cara más larga que los demás, eso se dice.
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Hermann Hesse, que nació alemán en 1877 y se nacionalizó suizo en 1924, ganó el Premio Nobel de literatura en 1946 y se murió en 1962, se hizo muchas preguntas, que al fin fueron una sola: si al principio era el mito, ¿a D’s hay que crearlo o buscarlo? En Siddartha, lo busca y no lo encuentra, aunque su amigo (Gobinda, en el libro) si lo logra. En El Lobo Estepario la búsqueda es intensa, pero los acontecimientos no permiten que D´s exista. En su primer libro sobre la infancia, Hermann Lauscher, todo es confuso, pues en él hay más poesía que relato. Y en su cuarto de sangre judía, es peligroso buscarlo.
El mito es una historia sin tiempo, lugar ni personajes probables. Pero es una fundación, un inicio, un camino, las primeras frases para ser contadas, un inventario inicial del mundo y el momento en que aparece. Y mientras haya niños, el mito estará presente, pues ellos, al iniciar su ver y sentir, son siempre los primeros hombres.
Nota: Hermann Hesse recibió el Premio Nobel después de la segunda guerra. Se lo dieron porque después de la destrucción hay que reiniciar la búsqueda de otro mito que nos funde y nos rehaga como humanos. O, como Dice Hesse en su libro Noche de junio: Ahora podréis escribir sobre vuestra puerta: Inveni portum. Spes et fortuna valete! -Que traducido quiere decir: “Adiós diosa Fortuna. Estoy en puerto”. El verso es de Eurípides.