Durante quince días la ciudad detuvo su histérica movilidad, lo que permitió al despistado turista comprobar que no hay aceras,
Durante quince días la ciudad detuvo su histérica movilidad, lo que permitió al despistado turista comprobar que no hay aceras, ni continuidad en las calles ya que hace por lo menos veinte años la ciudad no cuenta con una nueva avenida o con algo parecido a lo que en términos urbanísticos llamamos una avenida, es decir, una vía diseñada con perspectivas de aproximación, con remates visuales indicados, con una estética en lo que se refiere a su señalización, a su iluminación, con un planteamiento necesario de paisajismo. Antes por el contrario Medellín en los últimos veinte años vio desaparecer de manera dramática las avenidas que el sabio urbanismo de los años 50 y 60 planteó para disfrute de los ciudadanos y como integración necesaria entre diferentes sectores urbanos. La avenida Juan del Corral escenario de mi adolescencia, enmarcada por la vivacidad de los tulipanes africanos, desapareció cuando el tajo que supuso la avenida del Ferrocarril y la demolición del extraordinario edificio de la Estación Villa, fue degradándose debido a la ignorancia rampante de una burocracia ineficaz y el barrio fue entrando en el deterioro mientras la avenida era entregada a toda clase de usos infames que terminaron por convertirla en un basurero. Desapareció así el remate visual que suponía encontrarse con la magnífica arquitectura del Hospital de San Vicente y desde luego desaparecieron los transeúntes ya que pasó a imperar el miedo. Igualmente al recorrer las calles, encontrar el espectáculos dantescos como el hacinamiento de la calle Perú con prostitutas, niños enfermos, mendigos que, cortan el recorrido; puede uno comprobar la manera como la burocracia ignorante destruyó el principio urbanizador y vigente aún del sistema de parques en la malla urbana tal como lo corrobora el abandono del Parque de Bolívar, del parque de Boston y de las plazuelas de Zea, Uribe Uribe, San Ignacio convertidas en espacios residuales en los cuales ha desaparecido la función del monumento, olvidando que una trama urbana consolidada es un patrimonio inalienable que no puede entregarse descaradamente al deterioro, olvidando que ante el premeditado avance, por parte de poderes delincuenciales, de lo “informal” –que no puede ser confundido con “el derecho a la ciudad” de los pobres- es necesario regular la defensa de la vida ciudadana y no agredir a quienes consolidaron estos barrios con el aporte de unas formas de vida y una estética. De esos barrios del Centro echo de menos la presencia necesaria del silencio que imperaba como una premisa para observar la calidad y belleza de las calles y sus arquitecturas.
Recuerdo una palabra que la ciudadanía agredida por obras ingenieriles sin ninguna estética, puso de moda: el ensanche, ya que el progreso de la ciudad según estos burócratas sin alma estaba en ensanchar sin miramiento alguno, las calles estrechas, tradicionales, el llamado “Anillo vial” es una buena muestra de esta consolidación de la barbarie, tal como lo fue la destrucción irracional de un logro paisajístico, patrimonio ciudadano, como La Playa. Carentes de la más mínima conciencia frente a estas agresiones, esa burocracia no ha cesado de atentar con su ignorancia los patrimonios de la ciudad construida. Brunner y Pedro Nel plantearon avenidas y calles de Laureles a partir de convertir a los árboles en elementos emblemáticos, a los jardines en parte definitoria del amoblamiento. ¿Cuántos sobrecostos supuso la terminación de algo tan feo como la calle Diez donde no hubo diseño alguno y lo que debió ser un paseo de amplias aceras desde la Inferior al
Aeropuerto quedó, finalmente, en un trayecto amputado? Esos grupos de turistas vagando a la deriva por espacios carentes de significado pusieron en evidencia este desastre donde quedó borrada para siempre la memoria ciudadana.