Cuando se oyen voces en el país que buscan limitar el control fiscal territorial y alejarlo de los ciudadanos, y además apoyan propuestas de centralizar, judicializar y criminalizar todas las modalidades de control que se ejercen sobre la administración, se hace necesario resaltar que los controles no se limitan a los judiciales y menos a los penales, pues no obstante la importancia de ellos, existen otros que lo que reivindican es la defensa de la ética pública, los valores sociales y la necesidad de que los recursos públicos se redistribuyan equitativamente en la sociedad.
Aunque para algunos no sea fácil de entender, nuestro problema no se reduce a que se aplique la justicia penal a unos cuantos, nuestro problema real es encontrar el camino que nos permita construir una sociedad para la ética colectiva y en la que las autoridades del Estado garanticen la redistribución justa de la riqueza que genera el trabajo, la equidad y el bienestar para todas las personas.
La corrupción no solo encarna la comisión de diferentes tipos de delitos y expresa el más alto grado de deterioro de la clase dirigente, es mucho más que eso, pues afecta la construcción del ideario colectivo de una sociedad mejor, edificada sobre ideales, principios y valores, además, afecta sustancialmente el cumplimiento de los fines del Estado, al permitir que de manera injustificada unos pocos concentren la riqueza o el excedente público que ha debido redistribuirse en forma equitativa en la sociedad.
La verdadera víctima de la corrupción no es el Estado, sino que somos los ciudadanos que resultamos afectados por una especie de desesperanza y de desilusión colectivas y en especial las personas más pobres a las que por ese camino se les niega la oportunidad de acceder a los recursos que generados socialmente deben ser redistribuidos por el Estado.
Cuando se generan pérdidas notorias en el patrimonio público y se hace imposible la ejecución de la política social que es responsabilidad del Estado, negándose a las personas más pobres el acceso al bienestar y a los servicios esenciales, pero los organismos de control explican que después de exhaustivas investigaciones castigarán ejemplarmente a los culpables; la pregunta que debemos hacernos es: ¿Esas sanciones traerán bienestar y repararán el daño colectivo a los ciudadanos?
Si bien la corrupción expresa una crisis en la administración y gestión de los recursos públicos y hace necesario que se activen los mecanismos punitivos del Estado, en especial los controles penales, que buscan sancionar los hechos punibles, la realidad es que este fenómeno tiene otras dos connotaciones de mayor identidad, como son el deterioro de la moral pública y la inequidad en la utilización final de los recursos públicos que administra el Estado y en algunos casos los particulares.
Aunque es muy grave que quienes han resultado elegidos en cargos públicos, hayan acudido a mecanismos ilegales para financiar sus campañas y que la política se haya convertido en la puja de intereses económicos por administrar los recursos del Estado, lo más grave no es eso; sino el descanto colectivo, la perdida de ideales ciudadanos y que los recursos del Estado se concentren en unas pocas manos y no se destinen a generar bienestar y equidad social que son los verdaderos fines del Estado.
Abogamos por un nuevo concepto del control de lo público, donde el rol central lo ejerza el ciudadano y en donde el paradigma no sea vigilar para castigar y administrar el sufrimiento humano, sino, vigilar para que las cosas se hagan bien, y para que todos los recursos del Estado se orienten al bienestar y al mejoramiento de calidad de vida de todos.
Es precisamente a través de la construcción de ética civil y del desarrollo de una democracia participativa efectiva, como podemos dar un paso adelante y ello puede lograrse con instrumentos como la participación ciudadana, la cultura política, la publicidad y la aplicación de las tecnologías de la información escenarios donde el derecho penal juega un rol importante pero secundario.