¿Hasta dónde llega la responsabilidad moral de los confortables docentes y de los orondos columnistas?
No podemos leer la novela rusa (por antonomasia la del siglo xix), sin enfrentar la revolución que sus lectores vemos venir. Es posible que los coetáneos no previeran ese desenlace terrible, porque el inmenso Imperio también experimentaba fuerzas renovadoras que le auguraban el progreso inconmensurable que la revolución de 1917 abortó. En todo caso, quizá no haya mejor capítulo en la literatura universal que lo escrito entre Pushkin y Tolstoi (de 1822 a 1910).
Cuando las librerías de viejo y los agaches se empobrecen, son menos frecuentes los buenos hallazgos. Si el transeúnte descubre por 2000 pesos el libro que hace 30 años no compró, por descuido, penuria o mayor urgencia de otra obra, el momento es emocionante.
Acaba de sucederme con Los exiliados románticos (Bakunin, Herzen, Ogarev), de Edward Hallett Carr (Madrid: Sarpe, 1985). Carr, bien olvidado hoy, gran conocedor de Marx, Dostoievsky y la revolución, autor de catorce volúmenes sobre la primitiva Unión Soviética, historiador y diplomático, es el autor de esta obra, tan estimulante como decepcionante, única que conozco de él.
Estimulante, por la factura y el tema. Como suele decirse, “se lee como una novela”, pero decepcionante porque no nos descubre lo que sus personajes predicaban, enseñaban, proponían. Y algo desequilibrada, porque casi toda se ocupa de la vida de Alexander Ivanovich Herzen (1812-1870), mientras Ogarev y Bakunin pasan furtivamente por esas páginas, como otros dos o tres entre los cuales está Nechaiev. Sin embargo, como biografía es magnífica.
Más de una vez el lector de los grandes rusos se encuentra con menciones de Herzen, el eterno millonario exiliado, “el padre del socialismo ruso”, el constitucionalista escéptico frente a los desmanes de bárbaros como el aterrador Mikhail Bakunin, con quien no obstante colaborará en algunos momentos. Sin embargo, el libro de Carr nos deja a obscuras sobre los definitivos límites de su ideal revolucionario.
El sigo xix ruso es el de los anhelos de cambio encendidos por la propagación clandestina de escritos subversivos de revoltosos o ideólogos radicados en Europa, sin olvidar la devastadora influencia de Stirner, que ocasionó una impresionante oleada de suicidio juvenil, bien narrada por Mikhail Artzibachev en la macabra novela Sanin (1907).
Desde luego, se trata de gentes de exacerbado romanticismo, empezando por el poeta Nikolai Platonovich Ogarev (1813-1877), que toda la vida fue apenas sombra, reflejo y satélite de Herzen, incapaz de matar una mosca, pero carente de valor para reconocerlo, personaje insignificante en un libro donde el terrorífico Bakunin (hasta para Marx), anarquista desenfrenado, tampoco ocupa suficiente lugar como el eslabón entre el socialismo romántico y utópico y los movimientos violentos que con Nechaiev, continuando con Lenin y Trotsky, van a culminar en la Revolución de Octubre. Este Nechaiev nos llevará, precisamente, a “Los demonios” de Dostoievsky, tout a l´heure…
Tolstoi, igualmente contrario al sistema económico y social del Imperio, también es revolucionario pero a su manera religiosa, inmanente, no violenta, idealista, populista.
Leyendo a Carr sobre Herzen es inevitable indagar por las relaciones de este con Lev Nikolaievich. Acudo a la correspondencia del incomparable escritor, seleccionada, editada y traducida por la mexicana Selma Ancira, que ha pasado varios años en Rusia dedicada a ese tema. De Tolstoi se conservan unas 10.000 cartas. La traductora nos ofrece 387 en un bello volumen (Barcelona: Acantilado, 2008) y nos informa que apenas se conservan seis de León a Herzen, pero su selección nos permite saber que en 1855 Tolstoi lo visitó en París. El encuentro fue agradable, porque el novelista más tarde le escribe para solicitarle su retrato.
Sabemos que dos años más tarde, en otro viaje, el gran escritor no quiso llevar papeles para el peligroso exiliado. En 1862, en carta para su tía Alexandra Andreievna Tolstoia, frecuente e inteligente corresponsal, se queja del registro padecido en busca de escritos de Herzen, “cuyas proclamaciones desprecio y que no tengo la suficiente paciencia para leer hasta el final por lo aburridas que son”; y poco más tarde le cuenta a la misma tía cómo a su escuela campesina llegaron doce muchachos como voluntarios para enseñar, con “manuscritos de Herzen y con ideas revolucionarias (…) y al cabo de una semana quemaban sus manuscritos, se sacaban de la cabeza esas ideas y enseñaron a los niños la historia sagrada y les dejaron la tarea de leer el Evangelio”.
Sin embargo en 1910, poco antes de su muerte, pondría a Herzen en la extraña compañía de Dickens y Kant.
El libro que comento también me lleva a Serguei Nechaiev, de fugaz presencia en la vida de Herzen, uno de los últimos secuaces de Bakunin y su intérprete insuperable, autor de una página breve y aterradora, Catecismo del Revolucionario. Aunque se mantenía perseguido por la policía zarista, regresa clandestinamente a Rusia para montar una red de células. A poco andar obliga a los confabulados, idealistas en tránsito a terroristas, a matar a uno de ellos, Ivanov, por sus escrúpulos morales. De esa historia se deriva una de las mejores novelas de Fiodor Dostoievsky (1872), traducida como Demonios o Posesos.
No me explayo en la novela, la más actual en la Colombia en camino al matadero. En ella, el aterrador Stavrogin es trasunto de Bakunin, y Verkhovensky de Nechaiev. Al lado, el autor aprovecha para vengarse de Turgueniev (sin necesidad), pintándolo como el ridículo escritor Karmazinov…
La pregunta central de la novela es cómo la inofensiva generación inicial de socialistas de café, hacia 1840, se convierte 30 años más tarde en la genitora de los aterradores nihilistas, anarquistas y terroristas que ya avanzaban hacia la caída de Rusia. La intoxicación (¿”posesión”?) revolucionaria era un factor alarmante en la juventud rebelde de su tiempo, como ahora empezamos a ver en Colombia, un paso detrás de Venezuela.
Entonces, ¿hasta dónde llega la responsabilidad moral de los confortables docentes y de los orondos columnistas, incapaces de matar moscas, que, sin embargo, intoxican a la juventud con el fanatismo, superficialidad y barbarie de ideologías que ya están en el basurero de la historia?
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A propósito, memorable la versión cinematográfica de Los demonios (Los Poseídos, Andrzej Wajda, 1988).