Sufrimos las consecuencias de manipulaciones anteriores, que el tiempo se encargó de descubrir.
La arrogancia de un grupo de personalidades con afán de reconocimiento popular y voracidad mediática, subió el tono de manera insoportable. Un decibel más y se produce el efecto contrario.
Es tan fatigante la presencia a todas horas de personajes y no-personajes en trance de serlo, que el país agotó su capacidad de aguante. No soporta más oírlos pontificar sobre lo habido y por haber, engolosinados con temas que no conocen, fungiendo como jueces, magistrados, parlamentarios, dictadores y candidatos, diciéndole al resto de los cuarenta y seis millones de colombianos lo qué deben hacer y pensar. Aunque de esto último prefieren más bien poco, para poderse mover mejor en el mar de la ignorancia.
Esta obsesión de actuar como propietarios de la opinión pública avanzó tanto que ya entraron en la etapa siguiente, con la pretensión de convertirse en los dueños el país. Sólo que, al desbordarse, estas actitudes producen reacciones en contra, porque los ciudadanos pueden tardar un tiempo en darse cuenta, pero al fin hasta los más cándidos advierten que los están manipulando. Y ahí terminan la credibilidad y la confianza, sin las cuales resulta imposible manipular a alguien. Ni siquiera se logrará enredar ingenuos, usando las más refinadas técnicas de persuasión
La colonización del lenguaje ya no produce el mismo efecto de hace unos días. Inclusive la palabra paz pierde su contenido mágico. Lo prueba el escepticismo con que la opinión recibió la avalancha de decretos de estas semanas. Basta que alguien descubra algún mico agazapado entre sus artículos para que la desconfianza se vuelva irremediable, unas veces con razón y otras por prejuicio.
La gente no cree. Simplemente no cree.
Por ejemplo, se repite con insistencia que la legislación apresurada de las últimas horas en ninguna parte amenaza el derecho de propiedad. Pero nadie cree y un ejército de escépticos se lanzó a escudriñar renglón por renglón en busca de las trampas a la propiedad privada. Las encontrarán.
Si esto sucede alrededor de un derecho fundamental, cuyo desmoronamiento produciría un caos económico, jurídico y social, puede imaginarse la dimensión de la crisis de confianza, que transforma el nuevo panorama político y judicial en un semillero de dudas sobre el porvenir de nuestra democracia.
Sufrimos las consecuencias de manipulaciones anteriores, que el tiempo se encargó de descubrir. Tanto fue el cántaro al agua que al fin se rompió. Quedó hecho añicos. Y no lo reconstruirán los más experimentados manipuladores, por más que corran detrás cuando ven un micrófono o una cámara de televisión.
Algo similar sucede con la dejación de las armas. Debía llenar de alegría al país entero, pero está a punto de resultar una decepción si se mantiene como una noticia de oídas, esperando que alguien con credibilidad certifique que sí es cierta. El país necesita que le muestren aunque sea la entrega de un escopeta de fisto. Quiere ver para creer.
No son tiempos de confianza. Estamos ante un país incrédulo, con ciudadanos de a pie que ruegan: “no nos manipulen más”. Es urgente que vuelvan a creer. Pero la fórmula para lograrlo no es subirle el tono a la arrogancia.