Añadamos unas fronteras largas y porosas, para que un mal vecino como Venezuela pueda albergar a nuestros alzados y renovarles el armamento
La potencia de una guerrilla no depende de su tamaño, o de cuántos miembros militen en sus filas. Si así fuere, el Ejército colombiano, cuyas tropas superan en más de 50 veces a las Farc, ya las habría exterminado, y con más veras al Eln, que es inferior en volumen. Con las primeras nunca hubo un conflicto propiamente dicho, en que se enfrentan dos ejércitos regulares, como en las guerras clásicas o convencionales. Cuando el Estado, según la experiencia histórica acumulada desde hace dos siglos, o sea desde la aparición de la guerra de guerrillas como modalidad peculiar de la guerra en general, cuando una temeraria e improvisada guerrilla se enfrentó a la ocupación napoleónica de España, guerrilla que de alguna manera fue exitosa, puesto que en todo el tiempo que duró la invasión no pudo ser eliminada. La menciono por vía de ilustración, pues fue el primer caso relevante, en Europa o América, de unos alzados, medio encubiertos, desafiando todo un ejército. Un ejército tan poderoso como el francés, tenido por invencible en el viejo continente, al que pudo someter por años a la férula del corso.
La peligrosidad o supervivencia de un foco insurgente no está solo en su tamaño sino también en factores como la ubicuidad, la sorpresa, la movilidad, la capacidad de ocultarse para reaparecer luego en otro punto de la geografía. Los grupos afines de Suramérica, como los montoneros de Argentina y los tupamaros de Uruguay (donde militó Mujica, quien, dicho sea de paso, se nos ha revelado como un muy sugestivo y ocurrente pensador político más que como un simple expresidente itinerante) duraron poco y acabaron liquidados porque la topografía de sus países no se prestaba para la confrontación rural, estando allí lo rural tan integrado a lo urbano. No así en Colombia, donde el campo, por lo distante e incomunicado, por su topografía montañosa y selvática, por la escasez de vías y carreteras que lo conecten fácil con las ciudades (no hay ferrocarril siquiera), el campo, digo, casi que configura otro país. Por todo eso aquí la guerrilla se encuentra en su elemento cuando actúa lejos del centro. En su elemento, agrego, donde se mimetiza y se mueve a sus anchas. Escondida en bosques y riscos, desde ahí emprende sus incursiones y lanza sus mortales zarpazos. La geografía patria, además, es vasta, muy extensa, inabarcable para la fuerza pública. Para peor de males añadamos unas fronteras largas y porosas, para que un mal vecino como Venezuela pueda albergar a nuestros alzados y renovarles el armamento.
Cuán errados andan quienes cifran el poder de las Farc en el número, aduciendo que 7.000 personas acantonadas para reintegrarse a la sociedad son una minucia frente a 49 millones de colombianos, y que, en consecuencia, el arreglo a que se llegó con ellas fue desigual e inequitativo para Colombia. A una guerrilla que acude al terrorismo no se le puede subestimar con argumento tan baladí. Su peligrosidad se mide por el miedo que infunde y la inseguridad que siembra en la población. Circunstancia ésta que no solo congela la inversión productiva sino (lo que es peor) paraliza la voluntad de progreso en cualquier nación que lidie con semejante cáncer, al costo abrumador que sabemos.
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