Un cuento de fin de año escrito especialmente para los lectores de Palabra&Obra, por el escritor Memo Ánjel.
Al puerto llegaban ya pocos barcos de calado decente. Y no eran esos de pasajeros que traían gentes importantes y orquestas con negros que hablaban inglés de Lousiana luciendo más dientes que un teclado, incluyendo grandes cargamentos de comida fina que contenían también pianos y muebles de Viena para las mansiones y las mujeres de los señores, como pasó en los buenos años de muchos, cuando se trabajaba con los dictadores y los gringos de las bananeras. De esos días quedaba poco y por las habitaciones de las casas que antes fueron palacios corrían más lagartijas y gallinas que gente. Acabados los dictadores, acabadas las fiestas descomunales, los carros descapotables que pasaban pitando por la calle principal, los hombres gordos de sombrero panamá y corbatas pintadas a mano, y las mujeres que sudaban entre collares finos y polvos perfumados. Hubo un tiempo y a ese tiempo se lo comieron los banqueros, las investigaciones del Gobierno, los tiburones y los caimanes. Los que salieron con sus baúles y maletas, no creyeron que pasaran cosas así.
Los barcos que llegaban ahora al puerto eran pequeños amasijos de metal oxidado con la línea de flotación casi invisible bajo las aguas. Sobre estos barcos, que se conocían como tramp-steamers o camarones viejos, algunos los llamaban mujeres quedadas, y que eran más ruinas flotantes pintadas con colores agrios que señores del mar, se decían cosas en el café de Salím Bazar. Al verlos en el horizonte, corrían las voces: que cargaban ron de contrabando, telas de Asia, café de Costa Rica, repuestos robados en Panamá y tabaco inglés; que traían hombres y mujeres que habían pedido los alemanes y los gringos de los campamentos mineros de la selva; que estaban tripulados por muertos y los había escupido la tormenta, que ya esos barcos venían a morirse en el puerto y quién los iba a comprar si no eran más que óxido y hierros torcidos. Los clientes del café de Salím Bazar tenían palabras para lo que llegaba por el mar. Y las pronunciaban jugando a las cartas, al dominó o escuchando las canciones de Daniel Santos, cantor que se les había metido en las orejas y el corazón. También oían las de Celia Cruz y Benny Moré, bailaban las de Carlos Argentino Torres y las de Nelson Pinedo, y abrían los ojos y apretaban los puños, como si se hubieran tragado un alambre, cuando sonaban las de Bienvenido Granda y Leo Marini. La Sonora Matancera estaba apoderada del café, aunque en los días de fiesta sonaban también porros y merengues. Y todo sonaba fuerte cuando llegaban esos barcos miserables, que nutrían bastantes negocios. Así que no se burlaban de ellos sino que bendecían que hubieran llegado. De la escoria también se vive, había dicho Miguelito Valdéz, hombre que pulía latas, hacía tarros y después los llenaba de aceite para motores. ¿De dónde sacas ese aceite?, le preguntaban burlones en el café. De la grasa de tus mujeres, decía Miguelito. Era un tipo flaco, de bigote grande y siempre llevaba en la cabeza una cachucha de baterías Willard.
El café de Salím Bazar, turco llegado a estas tierras con una mujer de Siria que después se le fue con unos predicadores protestantes, así que ella renegó de la religión y el turco tuvo que escupirle el nombre, estaba situado en una esquina de la calle de la aduana, en lo que antes había sido una casa de ricos y ahora servía como bodega y arañero en el segundo piso. El café lo creó Salim en las que fueron las habitaciones de las mujeres, y los que iban allí no se sentían mal. Ya que no las pudieron tocar en los buenos tiempos, tomando café o bebiendo ron les habitaban el lugar y se renacían viejas ilusiones hablando mal de ellas y desvistiéndolas. Esas conversaciones e invenciones duraban a veces hasta la medianoche. Así que el turco, oyendo, había aprendido un español mezclado con groserías y palabras de burdel. ¿Cómo se dice reputa?, le preguntaban. Y Salim, con un trapo en el hombro que le servía para secar vasos y atrapar el sudor que le salía por entre sus pelos hirsutos, respondía: rebuta, hombre, rebuta. La palabra le salía por las narices. La cara del turco era larga, tenía unas inmensas ojeras negras y una boca con un bigotico delgado. Por entre los dientes mantenía siempre una raíz de limoncillo.
Y en ese café, donde estaban los que después irían al puerto para comprar lo que habían traído las mujeres quedadas, comprar en el mismo barco traía mala suerte, también se jugaba a la lotería, se leían los periódicos que alcanzaban a llegar y se escuchaban los partidos de béisbol por la radio. El aparato era grande y viejo como la casa donde estaba el bar, pero sonaba bien. Y en la puerta, a más de los avisos de colores de las cerveceras y la lotería departamental, siempre había dos muchachos. El encargo era simple: llamar a los que no habían pagado, mentir a las mujeres que preguntaban por sus maridos y mirar al puerto para entrar a contar que las grúas ya estaban descargando los barcos. Se dijo que los dos muchachos eran hijos del turco, pero él no dijo que sí ni que no. Las mujeres que pasaban frente al café les buscaban el parecido sin encontrárselo. Ese turco, comentaron, tenía magia, y se reían. Algunas ya lo habían tenido en su cama y no lo hacía mal. Sus besos apestaban a aceitunas negras y al final sabían a dátiles. Eso dijeron algunas, cubriéndose la boca y después quejándose del calor.
Un 31 de diciembre de 1961, Miguelito Valdéz entró al café muy elegante. Su mujer le había planchado la camisa de flores, en lugar de cachucha mostraba una cabeza peinada con gomina y lucía zapatos blancos. Hoy se acaba el año, dijo, casi nos mata. Los clientes lo miraron, unos por encima del periódico, y otros con curiosidad. Nunca habían visto a Miguelito tan ordenado. Qué hiciste con tu mujer, se burló Nicomedes Arusta, quien tenía un almacén de telas y botones. Lo atendía una de sus hijas, Edelmira, quien no quería casarse. Si no se quiere casar, que engorde entonces. Alguno se la llevará al final envuelta en una tela, se reía el hombre. La mujer de Nicomedes le había dado siete hijas y cuatro ya vivían en Barranquilla, bien o mal casadas, eso no venía al cuento. Las dos que no atendían el almacén le ayudaban a la madre cosiendo y haciendo dulces, empaquetando botones y haciendo mandados. Les falta crecer más, todavía están lisas, eso estaba diciendo Nicomedes cuando entró Miguelito florecido y bien peinado.
En Puerto Abierto, el pueblo donde el turco tenía su café llamado Estrella de Istanbul, los fines de año de los días de los dictadores se celebraban con una gran fiesta colectiva donde todo estaba permitido, como en los carnavales, y a veces el jolgorio llegaba hasta el 6 de enero, para que los reyes magos les perdonaran los pecados. Chorrillos, voladores, truenos, ron hasta para bañarse, cerdos y vacas tasajeados, dulces de papaya y de limón, ollas enormes con caldo de gallina y pescado, las señoras de los grandes luciendo trajes de Francia y ellos mostrando sus barrigas y dando palos con sus bastones. Así les va a tocar el cielo, cabrones, eso gritaban divertidos. Estas fiestas no le tocaron al turco, que andaba todavía tratando de anclarse en Venezuela. Pero, ya en la decadencia, el 31 seguía siendo un día importante y por eso Miguelito Valdéz estaba como estaba. Tu mujer te bañó en leche, le dijo el turco.
-Es que hoy se acaba el año, por fin- dijo Miguelito, al que los negocios no le habían ido con bien. Al aceite que vendía le había mezclado manteca para que rindiera.
-Los años no se acaban, se quedan con uno- dijo Nicomedes Arusta. Encendió un tabaco para mostrar un anillo que se había comprado.
-¿Cómo se van a quedar con uno?- preguntó Miguelito. Comenzaba a moverse siguiendo el ritmo de un porro de Lucho Bermúdez que sonaba por la radio.
-Se quedan con uno, viviendo con uno, son peores que el matrimonio-. Nicomedes estaba filosófico. -Y si no, pregúntale al turco.
-¿Qué va a saber? Salím hace otra cuenta de años y va como en la Edad Media.
-Los años no se acaban ni siquiera cuando uno se muere-, dijo Salím, muy serio. Preparaba el café en una cafetera de cobre.
-¿Entonces no tiene sentido mi camisa de flores, mis zapatos blancos, mi peinado con gomina? Ustedes son unos envidiosos.
-Tiene sentido porque todos los días son una fiesta, a veces con orquesta y otros sin ella-. Nicomedes fumó su tabaco, mostró de nuevo el anillo y le pidió al turco que apagara la radio y pusiera en el tocadiscos una canción de Daniel Santos, El corneta. Quería olvidarse de esa hija que no había podido casar y ahora atendía el almacén hasta el mediodía. El turco apagó con desgano la radio, le gustaba el porro que sonaba: Atlántico. Afuera del café La estrella de Istambul hacía sol, las mujeres iban a comprar lo que habían olvidado para la cena, cerca a la playa los niños jugaban un partido de béisbol y los dos muchachos que estaban en la puerta del café miraban el horizonte. Hoy no llegarían las mujeres quedadas ¿Quién les iba a comprar algo? A lo lejos se vieron dos lanchas, seguro con gente borracha encima. Hacía calor y la brisa llegaría por la tarde. Los dos tenían cachuchas nuevas de los Yankees de N.Y. Adentro del café, Miguelito se miraba en el espejo del baño. Olía a jabón de mujer que reía.