Naguib Mahfuz: entre la vergüenza y la desvergüenza

Autor: Memo Ánjel
30 abril de 2017 - 06:00 PM

El escritor Memo Ánjel habla de La trilogía de El Cairo y qué es el hombre, en la obra de Naguib Mahfuz, escritor que esta semana fue estudiado en la serie El Sonido de los Nobel de la Universidad Pontificia Bolivariana. 

Medellín

"Y qué quieres?... Palabras vanas".


Naguib Mahfuz. Entre dos palacios (primer libro de la Trilogía de El Cairo).

 

Un día
El tiempo corre en todas las direcciones de los vientos y los días con sus noches, en las azoteas donde crecen los jazmines y la hiedra, junto con las gallinas, y los patios que se miran desde alguna celosía; sube y baja el tiempo por las escaleras estrechas y toca las habitaciones con divanes, las cocinas con olor a especias y los hornos donde se cuece el pan; anda con memorias y olvidos, habitando espacios rectos y curvos, oraciones y arrepentimientos temporales, alegrías y tristezas contenidas, llenuras y vacíos, bebiendo un café o esculcando entre las aceitunas y los pimientos. Y no hay forma de salirse del tiempo, ni aún con la muerte, pues los muertos aparecen a los sentimientos cuando se ven en los ojos de otros, en una foto, en alguna palabra dicha, en una silla donde ya solo hay nadie. Y si bien, como en el cuento de Vasili Grosman, un Eterno reposo, el que se muere ya no sale a la vida que tenemos, al recordarlo se habla con él, se le da de comer y admite una despedida con la promesa de regreso que le ha hecho el duelo. Así que no hay un tiempo muerto, ido e imposible de recuperar, sino un tiempo que no está consumido del todo y sigue ahí, rondando. Y ese tiempo que habita el infinito (no ha tenido principio ni tendrá fin), para entenderlo necesita un lugar, un sitio en el que sucedan acontecimientos y haya gente que los viva. El tiempo es un vivir en relación con las cosas y los hechos, con las certidumbres y lo que carece de certeza, con nosotros mismos y los que nos dan la mano, nos conversan de lo que pasa y nos mienten para que no haya dolor o aumente la confusión. 
¿Y cuánto dura el tiempo? Todo depende de cómo se narre, de los inventarios hechos y los espacios mínimos donde pongamos las manos y los pies, los ojos y las palabras. En el Ulises de Joyce, un día dura todo el trascurrir de una novela (un Bloom day).

 

En Entre dos palacios, la novela inicial de Naguib Mahfuz, en su trilogía de El Cairo, 112 páginas conforman la totalidad de un día que contiene una casa y un barrio, cuatro mujeres (la madre, las hijas y la mujer del servicio) y tres hijos, más un padre Ahmad Abd-el Gawwad, al que todos temen su cólera, que reza y es fuerte en la casa, pero en la calle peca y va contra todas las leyes del Kitab Al-Kurán, siempre sonriendo, muy amable y reconocido entre sus amigos. Y en ese día, en el que se describe a los personajes y su ambiente, en el que la culinaria es deliciosa y las menciones a D’s abundan, aparece El Cairo (Al Qahira, la victoriosa, la fundada por los fatimíes cuando en el cielo aparecía Marte) entre 1917y 1919, cuando era un protectorado inglés y la semilla propicia para una revolución. Ese primer día fue un inicio entre la clemencia y la misericordia, como se reza en la fatiha, la oración de la mañana. Luego el tiempo, va de hecho en hecho, de pensar en hacer y de irse contra lo pensado.

 

Qué es el hombre
Para traducir la Trilogía de El Cairo, se necesitaron ocho traductores y dos correctores de estilo (para darle el aire oriental que contiene), que llevaron al español una saga que se mueve entre 1917 y 1944, en la que se narran 14 años y 13 están perdidos o reposan sin nada escrito para que la historia tenga más sentido, que es cuando, como en un despertar, vuelve y se equilibra. Sin reposo no hay movimiento, es un principio de física. Y en el primer libro de esta saga, Entre dos palacios, el trabajo de Naguib Mahfuz es dar respuesta a qué cosa es un hombre, yendo más allá del presupuesto kantiano del qué puedo saber, qué debo hacer, qué me es permitido esperar. Y va más allá, porque el hombre habita entre dos palacios que se contradicen entre sí, uno cerrado a las miradas ajenas para que haya un orden y otro abierto para que lo que estaba escondido aparezca y los efrits (especie de demonios), hagan de las suyas. Y así, desde la mirada oriental donde cada cosa tiene un valor ambiguo y no para de ampliarse porque la totalidad no existe sino el infinito y lo que es hoy no es mañana, un hombre es su contradicción: el rigor y el desorden, la oración que promete y la carencia de penitencia, la obediencia y la desobediencia, la libertad y la esclavitud, el miedo y el producir miedo, la lealtad y la infidelidad, la religión y la superstición, la dulzura y la amargura, la vergüenza y la desvergüenza, lo que se piensa y lo que se dice, lo santo y lo pecador. Y en este mundo contradictorio, que hacen al día y la noche, que van revueltos en el tiempo sin que logren separarse, el hombre habita la vida viendo y sin ver, queriéndose y asustándose, saliendo del pasado con la creencia de que el futuro será otro y no lo que carga con él. Así, contrario a lo de Kant, de un hombre puede esperarse todo, lo más dulce y los más terrible, lo más sabio y lo más delirante. Y ese hombre, Ahmad Abd-el Gawwad, que recorre toda la trilogía y está definido en lo suave y lo duro en el primer libro, es alguien muy parecido a los que habitan Las noches de las mil noches y una noche, una de las novelas más fantásticas de Mahfuz: alguien que va por ahí sin saber qué le va a pasar. Su suerte la definen los demonios burlones, que apuestan entre ellos a que sí y a que no. 

 

La vergüenza y la desvergüenza
Naguib Mahfuz (Premio Nobel de literatura 1988), que en 1994 sufrió un atentado de mano de unos extremistas y murió a los 94 años (en 2006) después de tropezar con una alfombra, romperse la cabeza, tener problemas respiratorios y sufrir el estallido de una úlcera de colon (en esto de morirse se le fue más de un mes de entubamientos), escribió un libro que se consideró blasfemo para el Islam (Hijos de nuestro barrio). Y si bien se pudo ir de El Cairo, no lo hizo. Siempre permaneció en su barrio y desde allí, entre los cafés y las casas de las bailarinas, los vendedores de artículos de cobre y las mezquitas, los repartidores de leche y yogur, los que iban a la oración y los que regresaban de la noche, los burladores y los chismosos, los creadores de mendigos y los almacenes de dulces y especias, las mujeres que miraban por los postigos (muchas de ellas robustas para más belleza) y los que se drogaban con mazul, narró la vergüenza y la desvergüenza mientras sus personajes no pararon de nombrar al innombrable, pues cómo entender a El Cairo si D’s no se nombra, cómo no nombrarlo si estar bajo su protección es un imperativo, cómo no tenerlo presente en cada acción, buena o mala, cortés o en la caricia que se le da a una mujer. Aláh, que no es dios en árabe sino la presencia de D’s, campea por la obra de Naguib Mahfuz: a partir de su nombre inefable, que no es nombre sino lo que hay entre la tierra y el cielo,  entre lo que el hombre es y no es, aparece el mundo con lo que se ve y lo que tiene escondido, con sus hombres en la calle y mujeres en la casa, con las distintas edades y lo que cada uno piensa agotando la palabra dicha y su cadena de relaciones, que es como un arabesco. D’s está ahí y lo que pasa es lo que tiene que pasar. Y eso que pasa, para que pase, tiene su opuesto, de lo contrario no se entendería nada.


Cada escritor tiene su territorio y en él narra la vida y la muerte, la realidad y la fantasía, lo deseado y lo logrado, lo que asusta y da alegría. Y en Mahfuz su espacio es El Cairo cambiante, el ortodoxo que regurgita nervioso y el nuevo que no se entiende como debiera. Y su mayor obra es la trilogía, que es un libro contenido en tres títulos, Entre dos palacios, Palacio del deseo y La azucarera, que hay que leer uno detrás de otro (no son temas distintos sino un mismo tema) y da cuenta del paso de hombres y mujeres de un barrio inicial a uno final (entre ellos Kamal, un niño curioso que termina siendo escritor) en medio de cientos de reflexiones que configuran un mosaico donde uno, si no es lector hábil, se pierde como en cualquier zoco. Y en ese tránsito, Ahmad Abd-el Gawaad, entre la vergüenza y la desvergüenza y bajo la protección de Aláh, que es el tiempo que no cesa de pasar.   

 

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