Su verso es profundo y reposado, como su conversa. Extenso, como el alejandrino, pero libre como lo ha sido él en toda su vida.
Una tarde jueves, por allá en la década del 80’, entré con un cuaderno a la Biblioteca Piloto de Medellín, con la intención de asistir al Taller de Poesía de Jaime Jaramillo Escobar, a quien sus cofrades nadaístas le llamaban simplemente “X”, aludiendo a su “nadanombre”, escogido por él, de X-504. Del vestíbulo de lectura de periódicos y revistas a las escaleras para el segundo piso -preguntando- pasé frente a la oficina de Vicky, luego por el zaguán de las secretarias, por la oficina de Gloria Inés Palomino, su inolvidable y diligente directora, luego un hall y, por fin, llegué a un saloncito con una inmensa mesa rectangular. Al otro extremo, se encontraba una persona de riguroso pantalón, camisa y zapatos blancos de incorpórea edad madura; casi un ángel. Yo andaba por alrededor de los 30 años y, en mi Sandoná, había escuchado que allí, unos muy pocos jóvenes se reunían a celebrar ceremonias nadaístas. Se mencionaba el hecho con el sigilo de lo diabólico. Después supe que sólo se dedicaban a leer poesía. Mi pueblo (de borrachera-riña sabatina y misa con comunión el domingo) los miraba con recelo -y por eso mi asombro-: me encontraba frente a un nadaísta (y él dirigiría mi Taller de Poesía).
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Fueron llegando unas y otros. Nuestro temor o discreción inicial se esfumó de inmediato, porque iniciamos el reconocimiento de viejos hermanos: Carlos Mario Garcés, Everardo Rendón, René Jaramillo, Juan Mares, Olga –la médica-, Juan Crisóstomo Perdizco, La Mona Luz Helena…, tantos. Cervezas frías, cada noche de jueves, reforzarían esa unión. En la segunda sesión, un vozarrón caribe interrumpió al poeta: “Maetro, traje unoj poema”. Silencio. X, con la vista, lo autorizó. Abrió su bolso terciado y sacó un fardo de cuadernos de publicidad de Moresco, un concentrado para refrescos de entonces. X, con la vista y una mano, le solicitó que leyera. “El buglito Pichón”, anunció Ángel Rosendo Álvarez: “Cogle el buglito lleno de lana/ globa mazolcas al viejo Julián./ Monto en el buglito pichón,/ estila las patas y me tila a la plaza./ El buglito pichón me da glisa/ y también me da mucha glabia”. “En la casa tengo máj cuadeno, maetro”. ¿Cuántos?, preguntó X. “¡Uuuhhh! Así, maetro”. Y mostró algo del tamaño de una silla. La última vez que nos vimos –con una Biblia en la mano-, Rosendo me contó que se había dedicado a trabajar como pastor de almas descarriadas.
A mediados de 1991, con algo más de confianza con X, le solicité permiso para visitarle. Es uno de los anfitriones más amables y solícitos que he conocido. Su apartamento luce inmaculado. En la charla me dejó hablar de mi historia personal. Luego le pregunté la opinión de su hermana religiosa por su poesía. No recuerdo su respuesta a esto, pero eso valió para que me contara también que hacía parte de una familia de seis hermanos, cuatro hombres y dos mujeres. Que como don Enrique –me aclaró que así se refería siempre a su padre- era maestro de escuela, vivieron errantes por los pueblos de la Antioquia andina. Que don Enrique, desde pequeñitos les dijo a los hermanos que a los 14 años deberían salir de casa a conseguirse la vida. Que estudió bachillerato en Andes (Antioquia) y que iba a su casa a los suyos, sólo en vacaciones de fin de año. “A eso se debe mi lejanía con mi familia. No hemos sido indiferentes, sino lejanos; distantes”, dice reposado. Que por eso mismo, de que a él le ha tocado vivir lejos de sus hermanos, renunció a su herencia familiar, “porque no la consideraba mía”.
Cuando llegó graduado de bachiller a Altamira (Ant.), donde vivía su familia entonces, me ofrecieron el empleo de inspector de policía, porque yo era uno de los más preparados allí. A los dos meses, la guerrilla liberal se tomó el pueblo y él se salvó de milagro de morir despedazado a machete, porque lo supo un poco antes y, con toda su familia, se escapó por una huerta. El grupo prendió fuego a su casa, pero se desgranó un aguacero tan fuerte que el incendio no prosperó. Comprendió que era un peligro para su familia seguir viviendo con ellos. Viajó a Medellín y le ofrecieron el empleo de secretario del alcalde de Anzá (Antioquia). “La gente me quiso mucho”. Le ofrecieron el empleo de alcalde pero como era menor de edad, 19 años, declinó la oferta. Luego trabajó en otros oficios y menesteres (en Cali, Barraquilla y Bogotá).
Cada jueves llegaba con fotocopias, para cada tallerista, de grandes poetas de aquí y de allá. Leíamos algunos ahí y los conversábamos. O un texto nuestro si alguien se arriesgaba. El resto eran para la casa. Que si algún autor nos llamaba la atención lo siguiéramos. Aún no había aparecido internet; todo se hacía en los libros de “La Piloto” o en los que íbamos comprando. Su verso es profundo y reposado, como su conversa. Extenso, como el alejandrino, pero libre como lo ha sido él en toda su vida. Los críticos lo catalogan como el más grande de la camada nadaísta.
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Mi eterna gratitud con el poeta que el 25 de mayo de este año ha cumplido 85, de quien me atrevo a asegurar que es una de las personas más puras y transparentes que he conocido; quizá por eso siempre guardo el recuerdo del día cuando lo conocí.