Quiero que, contrario a aquellos que continúan en la onda totalitaria y mezquina a la que nos hemos referido, sea aplicada en la estructura de nuestra colectividad esa doctrina de democracia y de libertad que está inscrita en nuestro ideario de siempre, para que millones de colombianos hoy decepcionados puedan volver a querer llamarse liberales.
Soy liberal por principios, no por modas o conveniencias. Por mi cuenta, saqué mi primer carné del Partido Liberal, a los 18 años de edad. Y una de las razones de más peso para que nunca haya dejado de decir con orgullo que “soy liberal de trapo rojo” es el íntimo convencimiento de que la ideología liberal es la del pluralismo, del libre debate, del respeto a la diferencia, de la inclusión a los matices del pensamiento.
Siguiendo ese derrotero, sagrado para mis padres, mis hermanos y yo, desde nuestra niñez, lo que aprendimos fue a asumir nuestras ideas y a compartirlas, con entera confianza de que, después de la discusión más profunda, no quedaría ningún rezago de resentimiento ni habría ninguna retaliación. Mis padres siempre insistieron en que podíamos decidir con libertad sobre el modelo económico que nos pareciera más adecuado, sobre la religión, sobre nuestras inclinaciones sexuales, sobre nuestras aspiraciones profesionales y sobre nuestras posiciones y definiciones de los problemas más apremiantes del país y sus soluciones, con certeza de que estas serían respetadas en el ambiente familiar.
Posteriormente, en mis viajes por el mundo, he sido testigo de la armonía que reina en algunos países y de la violencia que desuela a otros. Y esto me ha reafirmado en la noción de que el respeto y la apertura hacia el disenso son clave de paz y libertad. El que no respeta ese disenso es guerrerista. Por ello, el respeto a la diferencia es el modelo en el que creo.
Dolorosamente, reforcé esta convicción, gracias al ejemplo de mi hermano Guillermo, quien a través de la práctica de la noviolencia, con el convencimiento de que las ideas políticas deben compartirse y debatirse libremente y de que uno de los principales objetivos de la democracia es el de discutir tranquilamente, para buscar acuerdos en aras del bien común, arriesgó y perdió la libertad y la vida, al intentar, armado sólo con argumentos, un diálogo pacífico con los más violentos.
Por eso, entre los pilares de mi vida está la máxima de que el enfrentamiento de las ideas nunca debe llevarse hasta el plano del odio y de la enemistad personal y tengo fe en que todo debate político debe conducir a la solución de las problemáticas, y no a la creación de nuevas problemáticas.
Dichos enfrentamientos han llevado a que en Colombia, hayamos lamentado la muerte de tantas personas asesinadas por la simple vocación de defender sus ideas. Consecuencia de esto es que nos dé miedo disentir, que los temas fundamentales no se asuman con rigor y responsabilidad y queden impregnados de frivolidad, o, peor aún, que temamos consecuencias indeseables si expresamos ideas diferentes, a causa del imperio del axioma de que “el que no está conmigo está contra mí”. Hemos ido olvidando paulatinamente que el sano debate de las ideas hace parte de la construcción de civilización.
Con dolor, he visto cómo ese mismo peligroso mal se ha asentado en los más altos escaños del Partido Liberal. He atestiguado con indignación cómo algunos de sus directivos han asumido posturas dirigidas, paradójicamente, no hacia la libertad, que debe ser el centro de nuestro horizonte, sino contra las libertades de expresión, de participación y de deliberación, impidiendo la renovación, la convergencia de ideas de los liderazgos más independientes y las expresiones más liberales.
Como inquisidores, han logrado una estigmatización sistemática de todo pensamiento independiente. Y, al acusar de “no liberal” a la mayoría del pueblo, que no tolera las políticas antiliberales del actual gobierno, no se ha logrado más que un grave atentado contra el liberalismo en su conjunto, que ha esfumado la esperanza de muchos de que el Partido Liberal volviera a ser la mayor fuerza del país.
La continua pérdida de favorabilidad en la percepción de los colombianos respecto al Partido Liberal encuentra su razón de ser en el desestímulo que causa la forma antiliberal, sectaria y malintencionada de perseguir y restringir la independencia y la defensa de la voz del pueblo.
¿Ser liberal o ser santista? Es el dilema de muchos de nuestros copartidarios. El pueblo lo ha resuelto claramente, al seguir sintiéndose “liberal”, pero renunciando a llevar el nombre de un partido que han querido asociar, automáticamente, con Santos, el presidente menos popular y menos liberal de nuestra historia reciente.
La política no es para firmar contratos millonarios, ni para asegurar burocracia, sino para consolidar ideas, estrategias sociales, proyectos realistas y obras pertinentes y necesarias para el mejor-estar de Colombia, que reflejen el sentir del pueblo. Por eso, para ser liberal, se tiene que dejar de ser santista.
Quiero que, contrario a aquellos que continúan en la onda totalitaria y mezquina a la que nos hemos referido, sea aplicada en la estructura de nuestra colectividad esa doctrina de democracia y de libertad que está inscrita en nuestro ideario de siempre, para que millones de colombianos hoy decepcionados puedan volver a querer llamarse liberales.
Por ello, decidí demandar la ilegalidad y la ilegitimidad de un “manifiesto” con el cual se pretende obligarnos a todos los candidatos liberales a casarnos “sin objeción posible” con los acuerdos de La Habana y con todo acuerdo en un futuro con grupos ilegales, sin importar lo que en ellos se negocie. A través de una acción de tutela, he solicitado al Tribunal Administrativo de Cundinamarca que, como víctima de las Farc, sea reconocido mi derecho a la objeción de conciencia, que se protejan mis derechos a la libertad de expresión, a la libertad de disenso, a la libre determinación y a elegir y ser elegida y se me garantice la defensa reforzada a la participación con equidad de género, a la igualdad, al pluralismo y a la no discriminación.
Y al ver que, a causa de esta clase de imposiciones dictatoriales de la dirección del partido, mis colegas Viviane Morales y Juan Manuel Galán desistieron de sus candidaturas, decidí, en representación de los colombianos liberales que no se sienten identificados por estas políticas, inscribirme como precandidata a la Presidencia de la República por el Partido Liberal, para desarrollar un ejercicio de entereza y rigor político, en el cual, en vez de crear división y estigmatización, logremos examinar exhaustivamente las dificultades más dramáticas de nuestro pueblo y nos comprometamos con medidas liberales que, efectivamente, apunten a resolver esos dramas y, no a desfavorecer a los más necesitados, como ha hecho el actual gobierno.
Los sectarios “caciquillos” del partido han querido impedir este proyecto, al negarnos la posibilidad de inscribir esta candidatura. Estamos seguros de que no les darán la razón los tribunales, y de que estos, como es lógico, decidirán a favor de la debida protección de los derechos fundamentales. El Partido Liberal cada vez tendrá menos representatividad popular, si se sigue negando a atender el sentir del pueblo y si sigue empecinado en bloquear a las voces independientes y renovadoras.