El radicalismo de ciertos grupos de profesionales, intelectuales, políticos – ciertas oenegés dan plata pero no inteligencia crítica- es de este modo una práctica política sin sentido
El verdadero novelista es ante todo, como recuerda Nabokov, un gran chismoso. Tomás Carrasquilla gozaba averiguando chismes sobre la vida de las gentes de su vecindario y de este modo iba haciéndose a una idea precisa sobre el alcance de la estupidez social, de la bajeza de ciertos seres humanos hasta lograr construir literariamente ese magistral fresco de costumbres marcadas todas por el fetiche del dinero, por el complejo social de raza u origen, por la codicia. Otra cosa es el mentiroso moral, aquel que para engañar se basa en la buena fe y en la credibilidad de las gentes, aquel que suele hacer ostentación pública de virtudes de las cuales carece y es capaz de desdoblarse en múltiples personalidades tal como lo hace el hombre camaleón que magistralmente describe Woody Allen en su magnífico film, Zelig. No es en el teatro, como uno podría pensar, donde se da con mayor profusión esta profesión sino como lo comprobamos cada día es en la política donde con más peligrosa frecuencia y mayor habilidad por parte de sus protagonistas se produce el camaleón que, naturalmente cambia según las circunstancias de color, de tono de voz, de modo de vestir al enfrentar el protocolo social. “Me extraña, dice José Antonio Marina, que no se haya dado tanta importancia en antropología a la detección del mentiroso. El mentiroso quiere siempre sacar ventaja. Es un timador. Desde el punto de vista individual, la búsqueda de la verdad es una necesidad, incluso vital, del ser humano”.
¿Cómo detectar entonces a los profesionales de la mentira en un país de mentirosos? Y agrega Marina. “Un caso especial de mentira es la de hacer promesas que no se van a cumplir” y Dennet citado por Marina. “La capacidad de detectar trampas, de recordar las promesas rotas y de castigar al tramposo, hubo de ser inculcado en el cerebro de nuestro ancestro en una sociedad”. Por eso cuando una sociedad no sólo cae en manos de gorrones y mentirosos, de injustos sino que se convierte en una sociedad que por pura dejadez moral los tolera, los reelige políticamente estamos refiriéndonos a una sociedad cuyo diagnóstico no puede erróneamente hacerse desde la desgastada fraseología política sino desde la patología porque es una enfermedad contagiosa que termina precisamente por arruinar los valores sobre los cuales se fundamenta la convivencia, el mutuo respeto que justifica la diversidad. “Y es absolutamente seguro que una sociedad que no favorece la detección de gorrones, mentirosos e injustos, o que los tolera- a veces con alharacas- o que acepta o incluso aplaude la infidelidad, es muy estúpida”.
O sea que hay sociedades frustradas, sociedades fracasadas y sociedades estúpidas tal como lo ha analizado lúcida y certeramente Ortega y Gasset. “Hay sistemas políticos, señala Marina, poco inteligentes en ambos sentidos. Empobrecen la inteligencia de sus miembros, limitan sus posibilidades, deprimen sus ocurrencias y las creaciones colectivas son igualmente miserables.” El radicalismo de ciertos grupos de profesionales, intelectuales, políticos – ciertas oenegés dan plata pero no inteligencia crítica- es de este modo una práctica política sin sentido y que como lo comprobamos hoy ha estupidizado a quienes lo practican ya que en su retórica lo que se disimula es la misma miseria moral de aquellos a quienes señalan como los representantes de la hipocresía oficial. “El corrupto tiene que defender el mismo orden legal y moral que transgrede, porque es precisamente de este orden del que recibe sus beneficios extra”.