Samuel Vásquez, quien junto a Leonel Estrada trabajó en que Medellín tuviera un evento internacional para la plástica, hace medio siglo: las Bienales de Arte, narra capítulos importantes del que fue considerado el certamen más destacado de Latinoamérica, en su momento.
La educación artística en nuestra ciudad era en extremo deficiente. Las clases y talleres en la universidad no tenían estructura pedagógica alguna y los profesores, de poca formación y gran informalidad, arropaban su total ausencia de rigor en el blindaje que les proporcionaba su militancia en la escuela del “acuarelismo antioqueño”.
Exigían a los alumnos hacer tres años de carboncillo de unos bodegones que se repetían día tras día todo el año, antes de permitirnos acceder a realizar una pequeña acuarela de la parte posterior de la iglesia de San José (como una reafirmación de su añoranza pueblerina), o de las azules montañas que rodean a Medellín (como manera póstuma de dar oxígeno a una escuela paisajística que los jóvenes desdeñábamos).
Era la enseñanza de los viejos pintores antioqueños, en donde la memoria operaba como una obligación que se repetía en la obediencia a unos nostálgicos postulados estéticos que proclamaban como originales, propios, irremplazables e irrenunciables. Todo esto era manifestación evidente del triunfo de los terratenientes ganaderos y cafeteros que imponían sus gustos montañeros, y a través de las adquisiciones de acuarelas sometían la pintura de nuestros profesores a un tonto paisajismo en donde veían reflejadas sus propiedades repletas de anécdotas y costumbres, en contra de los anhelos de los escasos emprendedores industriales que soñaban con modernizar los medios productivos y culturizar sus vidas.
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Era este un paisajismo superficial en donde se asumía la geografía no como tema humano sino como una postal decorativa, atentando contra la realidad misma que pretendían ilustrar. Era este un paisajismo despreocupado y ausente de responsabilidad en donde no había el más mínimo indicio de misterio ni de miedo frente a “lo otro más puro”, la naturaleza.
No había metodología alguna para ayudar a comprender a los alumnos la problemática de lo visual, el análisis de la forma, la poética y sintaxis de las imágenes, la estructura y deconstrucción del espacio, y muchísimo menos había lugar para albergar un urgente y necesario pluralismo ideológico. Los profesores no tenían la indispensable vivencia ni el debido conocimiento de las artes y las culturas. Las exigencias de los estudiantes en 1965 eran perentorias pero elementales: se pedía un taller de diseño, otro de anatomía y desnudo, un tercero de teoría del color, un laboratorio de materiales y técnicas, una cátedra de historia comparada de las artes, asignaturas que para ese momento hacían parte integral de la educación de un artista en cualquier parte del mundo.
El director del Instituto de Artes Plásticas, Rodrigo Arenas Betancourt, y los profesores Rafael Sáenz, Gustavo López, Emiro Botero, Francisco Morales, Jaime Muñoz y demás, sostenían que esas asignaturas eran absolutamente innecesarias. Ante esta cerrada actitud, tres de nosotros, Ofelia Restrepo, Fabio Pareja y yo, creamos con un grupo de compañeros un taller independiente, paralelo, en donde implementamos las cátedras que la Universidad nos había negado: Diseño, Teoría del Color, Modelado, Anatomía, Taller de Desnudo, y actuábamos como profesores de nuestros propios compañeros.
El primer cambio fundamental en la concepción de las artes en Medellín tuvo lugar en el Instituto de Artes, entre los años 1967, 1971. Allí, como jefe de los departamentos de Artes, Diseño y Ciencias Humanas tuve a mi cargo la estructuración y diseño de su programa educativo.
Con la audaz compañía de Jaime Escobar Isaza, imaginamos y redactamos el primer pensum estructurado para el estudio de las Artes Plásticas que se hizo en Medellín, y que, para sorpresa mía, fue aceptado sin reparo aparente por los viejos profesores a mi cargo, quienes, evidentemente, no comprendieron los nuevos contenidos y prácticas revolucionarias que implica el innovador programa propuesto.
Ante una educación que empobrecía y reducía las posibilidades vitales, visuales e intelectuales de los estudiantes, tomé la decisión de relegar a los viejos “maestros” acuarelistas y reemplazarlos con la gente joven que se encontraba produciendo arte en la ciudad: Javier Restrepo, Hugo Zapata, Marta Elena Vélez, Aníbal Vallejo, León Ruiz, Mario Gómez-Vignes, Óscar Collazos, Jairo Aníbal Niño y Luis Fernando Valencia; allí también dieron clases Félix Ángel, Germán Botero y John Castles. Los procesos que se vivieron allí tuvieron directa relación con la transformación artística que experimentó la ciudad desde entonces. (Todos los profesores que años más tarde fundarían la Facultad de Artes de la Universidad Nacional (1976), eran profesores en este Instituto de Artes).
El cambio estuvo fundamentado en la estructura pedagógica, novedosa para ese entonces, que el Instituto adoptó para impartir la enseñanza de las artes. Una mezcla de fundamentadas cátedras teóricas con talleres libres permitió la entrada de un aire fresco y nuevo a los salones y talleres. Los estudiantes tuvieron la oportunidad de experimentar que se podía crear mientras se aprendía, y se podía aprender mientras se creaba. Los artistas que emergíamos en ese momento, tuvimos por primera vez la oportunidad de convivir, dialogar y enseñar arte en aquel lugar. Es este proyecto pedagógico el primer antecedente directo de la Bienal de Medellín.
La llegada de un Arte nuevo para Medellín
El segundo antecedente directo de la Bienal de Medellín fue la exposición Arte Nuevo para Medellín, realizada en septiembre de 1967. Esta muestra fue organizada por Leonel Estrada y por mí, patrocinada por Coltejer dentro de la celebración de su sexagésimo aniversario, y se constituyó en la primera exposición colectiva de artistas que vivíamos en Medellín y hacíamos arte contemporáneo.
Hasta ese momento, los únicos eventos artísticos que tenían lugar en Medellín con cumplida periodicidad, se realizaban en el Museo de Zea. Uno era el Salón de Ceramistas, en el que las señoras de Medellín exponían cada año sus floreros y ceniceros de barro. El otro era el Salón de Acuarelistas atosigado de tipismo y nostalgia. Ambos salones tenían denominación de nacionales, pero la inmensa mayoría de los participantes eran locales. Estos salones tenían un problema conceptual porque justificaban su razón de ser en el ejercicio de una técnica. Eso explica la popularidad en Medellín de la acuarela y la cerámica durante todos esos largos años, a costa de retrasar una concepción y una visión más actuales y más actuantes de las artes en nuestra ciudad. Nuestros profesores decían que la acuarela era la “técnica superior” porque exigía gran rapidez e improvisación y no permitía el retoque. Tonta idea. Y encima afirmaban que los mejores acuarelistas del mundo estaban en Medellín.
Cuando uno ve las maravillosas obras de William Turner por ejemplo, ejecutadas ciento cincuenta años antes que las nuestras, no queda otro remedio que morirse de la risa frente a los acuarelistas locales. Y si quisiéramos contextualizar esa técnica en América Latina, podemos mirar las magníficas acuarelas del argentino Xul Solar y del brasileño Lasar Segall realizadas en la década del 20, en donde la técnica aporta esencial y definitivamente al tema y a la expresión.
Los más jóvenes pintábamos sin pensar que íbamos a mostrar públicamente nuestras obras, porque la ausencia de salas de exposiciones y galerías de arte en el Medellín de entonces no propiciaban condiciones para hacerlo. Todo indicaba que el medio local no estaba preparado para el arte contemporáneo, y que no toleraría tanta libertad, tanto desparpajo y tanta desobediencia como los que profesábamos: Todo diamante renuncia a su memoria de carbón. Toda mariposa a su ancestro de gusano.
En Arte Nuevo para Medellín mostramos nuestras obras Justo Arosemena, que vivía quizás su mejor momento plástico y dirigía una agencia de publicidad; Aníbal Gil, pintor y grabador, profesor de grabado en la Universidad de Antioquia; Leonel Estrada, odontólogo y promotor cultural; Marta Elena Vélez, quien permitía por primera vez que su trabajo pictórico fuese mostrado al público, y un grupo de artistas que no llegaban a los veinte años, todos retirados de la Universidad de Antioquia, y asistentes al taller paralelo creado por nosotros: Aníbal Vallejo, Jaime Rendón, Ramiro Cadavid y yo, que para entonces ya era profesor de diseño y pintura en el Instituto de Artes.
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Justo Arosemena presentó allí las primeras pinturas abstractas que se hicieron en Medellín, unas bellas atmósferas grises de mucha sensibilidad y excelente factura, y que volvería a presentar tres años después en la Bienal de Medellín. Leonel Estrada, quien había abandonado sus evidentes y obvias influencias de Jackson Pollock y Alberto Burri, se aventuraba a presentar unos muebles-ensamblajes que eran una absoluta novedad entre nosotros; Aníbal Vallejo mostró pinturas realizadas dentro del expresionismo abstracto; Jaime Rendón unos dibujos neofigurativos; Ramiro Cadavid unas pinturas planas de saturados colores naif; las obras que presenté me revelaron como el primer artista que hacía arte Pop-Art en la ciudad.
La repercusión fue sorprendente porque el público y los estudiantes de arte descubrieron que existían otras posibilidades plásticas y diversas visiones del arte fuera de la torpe estética del acuarelismo antioqueño, y, sobre todo, que esas distintas visiones y concepciones del arte estaban siendo propuestas en su propia ciudad por sus propios artistas.
Dicken Castro, el prestigioso arquitecto y diseñador gráfico, vino a Medellín para presentarla.
La búsqueda del patrocinador y la primera Bienal
El fresco ambiente de innovación que Arte Nuevo para Medellín suscitó, y la favorable copiosa respuesta que generó en la prensa, los estudiantes y el público, nos tomó a todos por sorpresa. Leonel, entusiasmado por la novedad que la exposición proyectaba y la gran acogida que estaba teniendo, me propuso la idea de crear una Bienal. Yo le hice ver que la única manera de lograrlo era convenciendo a su cuñado, que podría disponer de los medios económicos necesarios como presidente de Coltejer, y que ya había dado muestras de arrojo atreviéndose a patrocinar nuestra audaz exposición Arte Nuevo para Medellín. Es más, dada mi cercanía a todo este proceso, no es para nada aventurado afirmar que ni el mismo Rodrigo Uribe Echavarría sabía a ciencia cierta qué era lo que estaba patrocinando, y sólo una gran confianza en su cuñado lo llevó a aceptar la idea de una Bienal.
El entusiasmo no permitía comprender las implicaciones que una Bienal involucraba, por ejemplo, atraer a artistas significativos y a críticos importantes a una ciudad que nadie conocía en el exterior y que no tenía ninguna tradición en lo cultural, además de los detalles operacionales como transporte adecuado de las obras, seguros, contactos por correo tradicional pues no existía internet, montaje de la exposición, etcétera, etcétera… Se pensaba que la Bienal podía organizarse en algunas semanas y costearse con no mucho dinero.
Cuando conversamos al respecto, le dije a Leonel que si estábamos pensando hacer una Bienal de verdad, había que hacerla con alta responsabilidad y asumir las complejidades que ello implicaba, y que la única empresa que en ese momento parecía tener los recursos en el país era Coltejer. Arte Nuevo tuvo lugar en septiembre de 1967, y la primera Bienal se inauguró en mayo de 1968, es decir, se organizó apenas en seis meses partiendo de cero, sin direcciones de artistas, sin contactos directos con galerías, críticos, museos, con nadie.
Naturalmente que una vez el engranaje se echó a rodar, la situación cambió. Comenzamos a recibir semanalmente docenas de catálogos de exposiciones de los lugares más inesperados. Nos enterábamos de quién iba a exponer en Atenas el semestre siguiente. Medellín estaba siendo ubicada en el mapa del arte.
Dada la coincidencia que Leonel Estrada era cuñado de Rodrigo Uribe Echavarría, entonces presidente de Coltejer, convenció a éste para que patrocinara la inusitada aventura de una Bienal Internacional de Arte en la ciudad. Con absoluta seguridad, sin esa coincidencia, hubiese sido imposible la realización de una bienal en aquella época en un medio tan refractario al arte, a la cultura y a toda expresión de libertad, a las que miraban siempre como enemigos.
Aunque Medellín parecía modernizarse en barrios como Laureles, en donde se copiaba directamente de revistas importadas la arquitectura norteamericana, el alma del antioqueño seguía siendo contrarreformista y calvinista a la vez. Ningún industrial, comerciante, cafetero o ganadero antioqueño tenía la más mínima sensibilidad frente al arte contemporáneo, y en sus veladas “culturales” se regodeaban en las declamaciones de un versificador lacrimógeno y nostálgico como Jorge Robledo Ortiz.
El escaso tiempo disponible hizo imposible reunir en la Primera Bienal a un significativo número de artistas iberoamericanos. Leonel Estrada se disculpó en el catálogo de la primera Bienal: “Desafortunadamente ese tiempo resultó muy limitado […] La primera Bienal es sólo un comienzo”.
El acudir a las embajadas tratando de obviar problemas de oportunidad, contacto directo y logística, dio como resultado que los partipantes por los distintos países no fuese representativos del especial momento plástico que vivía entonces Latinoamérica. Se llegó a extremos como el del embajador de Colombia en Argentina, Lucio Pabón Núnez, que hizo incluir dentro de la representación argentina unos horrorosos cuadros de Beatriz Pulo de Guevara, esposa del coronel Guevara, embajador en Bogotá del dictador argentino Juan Carlos Onganía quien se distinguió por la censura dura y ciega aplicada a las artes en su país, y pasó a la historia latinoamericana por la todavía no bien documentada “Noche de los Bastones Largos”.
“Han sido invitados por intermedio de las embajadas en cada país, el grupo de pintores que, en su concepto, pudieran representarlos”, explicó ingenuamente en su discurso de apertura de la primera Bienal el presidente de Coltejer, Rodrigo Uribe Echavarría.
Todo cambió para la segunda Bienal
Leonel Estrada y yo asumimos como curadores de los artistas extranjeros participantes. Establecimos la invitación directa a cada participante (cada invitación firmada por los dos), sin intervención alguna de organismos estatales, evitando así las representaciones nacionales oficiales, (primera bienal en implementarlo en el mundo), ni del influyente comercio de las galerías comerciales.
La Bienal de Medellín fue el primer certamen plástico realizado en Colombia de vasta repercusión internacional. Asistieron a ella artistas como Lygia Clark, Jesús Soto, Carlos Cruz-Díez, Manolo Millares, Julio Le Parc, Marcelo Bonevardi, Antonio Seguí, Equipo Crónica, Sergio de Camargo, Robert Motherwell, Marta Minijin, Les Levine, Gyogy Kepes, Alex Katz, Juan Genovés, Fernando de Szyszlo, Sarah Grillo, José Antonio Fernández-Muro, Édgar Negret, Eduardo Ramírez-Villamizar, Juan Antonio Roda, Alejandro Obregón, Beatriz González, Carlos Rojas, Felisa Bursztyn, Manuel Hernández, Bernardo Salcedo, Santiago Cárdenas, Fernando Botero, Duanne Hanson, John Davies, y teóricos como Giulio Carlo Argan, Lawrence Alloway, Marta Traba, Gillo Dorfles, Juan Calzadilla, Jacqueline Barnitz, Jean Clarence Lambert, Mario Barata, Elaine Johnson, Kynaston Mc Shine. Charles Spencer, Jorge Romero Brest, entre otros.
En una ciudad bajo total aislamiento, sin museos, ni colecciones públicas, ni galerías, ni revistas de arte, las acciones y proyecciones que la Bienal de Medellín desató en el medio artístico colombiano, fueron múltiples y de vasto alcance: tanto por su capacidad de informar, de mostrar, de poner en cuestión, de dialogar, de generar ruptura y cambio en las costumbres visuales del público, como en las prácticas y procesos creativos de nuestros artistas. La Bienal propició la inédita oportunidad de acercar la obra de importantes artistas nacionales y extranjeros a una enorme cantidad de público (204.577 visitantes contados certificados con registradora en una ciudad que no alcanzaba el millón de habitantes), y nuestros artistas tuvieron la ocasión de conocer en presencia la obra de creadores de otros países, cumpliendo tanto una labor de información como de formación para los jóvenes artistas. Por la memoria que generó en la ciudad y la huella que imprimió en los artistas, la Bienal es el evento revolucionario y fundacional en las artes visuales nuestras. La programación de cursos, conferencias y mesas redondas con activa participación del público, hicieron de la Bienal un evento a la vez discursivo y expositivo, precursor absoluto en Latinoamérica.
Diseñé el montaje de la Bienal de Medellín, no sectorizado por países (por vez primera en el mundo en este tipo de exposiciones), sino de acuerdo con el tipo de propuestas y compatibilidades estéticas.
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Ideé, dirigí y diseñé el catálogo de la II Bienal, documento pionero en América Latina, (cuando aún no se había intentado ninguna historia del arte latinoamericano). Este catálogo ha sido reconocido por críticos e historiadores como Marta Traba o Damián Bayón como fuente indispensable de consulta para quienes estudien el arte de este continente.