Sus errores terminaron desacreditándolo y la oleada de críticas empeoraron aún más su reputación
Aunque en la práctica resulta una tarea difícil, la forma de elaborar las normas constitucionales en una democracia es relativamente sencilla: analizar las características de la sociedad donde van a regir, articular unas reglas que respondan a sus necesidades y a sus deseos y organizar la vida social para que la comunidad pueda cumplirlas. Como se habla de una democracia, es muy importante insistir en que la fórmula debe contar con la aprobación popular. Cuanto más mayoritaria, mejor.
En Colombia esa fórmula se simplifica aún más: precisar con la máxima exactitud lo que la gente quiere y enseguida hacer todo lo contrario.
Lo estamos viendo en la propuesta de reforma del Congreso, que comienza a discutirse como una de las recetas para democratizar la política y lograr una “paz duradera”.
El Congreso colombiano es, sin duda, la institución con mayor opinión negativa. Sus errores terminaron desacreditándolo y la oleada de críticas empeoraron aún más su reputación. Aunque los congresistas son objeto de aceptación popular en sectores específicos, tan así que los reelige una y otra vez, no pueden aspirar a mantener altos niveles de opinión favorable perteneciendo a una institución sometida a un fuego graneado de críticas. Sean justas o injustas, afectan ineludiblemente los prestigios individuales.
Se dirá que es un fenómeno mundial y que, en mayor o menor grado, lo mismo les ocurre a todos los parlamentos del mundo. Lo cual ni es consuelo ni nos exime de buscarle solución a nuestro problema específico.
Por eso hay un acuerdo prácticamente unánime en la urgencia de una reforma que reviva los días gloriosos de nuestro Congreso. Y como respuesta surge viene la idea de aumentar el número de congresistas. Como si con 16 nuevas curules se colmaran las aspiraciones de cuarenta y seis millones de personas que aspiran a tener un legislativo más eficiente, más consagrado a su trabajo, más centrado en los problemas reales, con una excelente calificación de sus miembros, más comprometido con la reconstrucción del país, más alejado de los males que lo desacreditaron.
Los colombianos aspiran a tener un congreso con menos curules y les responden con un Congreso igual pero más grande. Lo quieren con más representatividad, pero las nuevas curules se distribuirán gratuitamente o con requisitos mínimos, olvidando que su legitimidad proviene de un origen popular limpio y libre.
En resumen: ¿Quieren un Congreso más representativo? Pues habrá curules asignadas a dedo. ¿Lo quieren más popular? Habrá más curules con menos votos para ganárselas ¿Lo quieren menos numeroso? Aumentará el número de senadores y representantes. Así son las respuestas institucionales a las exigencias populares.
En otras palabras ¿qué desean los colombianos? Díganlo para hacer lo contrario.
El resultado será un Congreso igual al que se busca mejorar, pero más numeroso. Es decir, más de lo mismo. Y si esa es la solución propuesta, no nos extrañemos cuando la opinión nacional responda con más del mismo desencanto que hoy la abruma.