Martín Caparrós, viajero de ojos abiertos

Autor: Memo Ánjel
25 junio de 2017 - 02:00 PM

 Martín Caparros celebra 60 años de vida, una conmemoración valiosa para revisar su obra, como lo hace en este texto el escritor Memo Ánjel. 

Medellín

"Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día (…) Yo no sabía”. Martín Caparrós. El hambre.

El hambre y el viajero

Estamos vivos porque comemos y, dicen algunos, lo que comemos nos representa, nos da el tamaño y una forma de inteligencia. Y, tomando una frase de un baño público, todos los hombres son iguales hasta que comen (la del baño decía, hasta que se visten). Claro que hambre y vestido tienen su relación: con lo que nos ponemos encima evidenciamos lo que hemos comido. Es un asunto de tallas y cantidades ingeridas, de premuras y de sustos o digestiones en paz. Todos los organismos vivos devoran (Fressen) o comen (Essen). Utilizo dos palabras alemanas porque en alemán, antes que todo, el mundo está compuesto por objetos o sujetos (que siempre van en mayúscula) y nuestra relación con ellas nos indica que estamos vivos o muertos.  Y entre el nacer y el morir, median dos palabras esenciales: comer y hablar. Si falta la primera, ya no se habla. 

Desde siempre, los hombres, las mujeres y sus crías se han movido para comer. Los animales han hecho lo mismo: en la búsqueda de comida, nos parecemos. Igual en el viajar, pues buscando comida hemos atravesado desiertos, valles, montañas, selvas. Si no comiéramos, como les pasa a las piedras, estaríamos en el mismo sitio, sin conciencia de lo que significa el tacto, siendo la lengua el más completo de los órganos táctiles que tenemos, pues lee todo lo que es real. La lengua no imagina, tampoco las papilas gustativas ni los dientes: sólo entiende la vida en los días que vienen (creemos en el futuro y por eso comemos). Si los días escasean, aparece el hambre y el viaje se detiene. Y esa lengua nos permite también hablar del viaje.
Los viajeros, desde Benjamín Tudela, Ibn Batutta, Robert Byron, Camilo José Cela y el mismo Abate Mandeville (que narra un viaje a Jerusalén que nunca hizo), saben que lo más importante para llegar a cualquier parte es llevar unas buenas botas (el consejo aparece en La tregua de Primo Levi), una mochila con algo que calme el hambre (un queso manchego, una hogaza de pan, una fruta seca, algo de agua), una libreta y un lápiz. Con estos elementos, el camino está abierto y más allá siempre hay alguien que será hospitalario. Claro que a veces se llega a sitios donde la hospitalidad existe pero ya no hay como ejercerla. Allí está el hambre y una cara que mira con los ojos apagados y una mosca que se posa en la nariz. A los viajeros les pasan cosas, unas buenas y otras que los cuestionan, algunas terribles y otras para desesperarse. Así que el viajero carga también, además de su mochila y las botas, muchas preguntas. Y esas preguntas exigen respuestas y, en la respuesta, una escritura amplia que hable de derechos y reveses. Nada tiene una sola cara y menos en el mundo en que vivimos, donde a lo peor le salen con avisos publicitarios, como si esas imágenes se pudieran comer o tocar para sentirse abrazado. 

Conocer a Martín Caparrós

A Martín Caparrós (su apellido me sonó a alcaparra) lo conocí en una conferencia que dictamos juntos en la Universidad de Antioquia. Ya no me acuerdo sobre qué hablamos. Me llamó la atención su bigote de punta engominada, como los de un húsar húngaro. Y que llevaba botas. Un viajero argentino, me dije, alguno de esos que han atravesado la pampa como los personajes de La carreta, de Ricardo Amorim. Con el tiempo y leyendo sus crónicas, supe que no me había equivocado. Martín Caparrós es un viajero impenitente (no cumple ninguna penitencia) que va por el mundo dando cuenta de lo que queda, de lo que se han hecho unos a otros, de paisajes y gentes, de caras en las que nos vemos o nos negamos y escenarios que nos confrontan. Y leyéndolo, nos hacemos viajeros con él por todas estas partes que no caben en las guías turísticas. El turista se diferencia del viajero en esto de que el primero viaja por una fantasía (muy costosa, por cierto), lo que no lo lleva a conocer sino a sentir ilusiones; mientras, el segundo se camina la tierra en direcciones diversas y siente, cuestiona sus afectos y se pone en situación de conciencia y de cuán humano es. Viajar no es un asunto de impostores.

Y Martín Caparrós, que trabajó al lado de Rodolfo Walsh, el autor de Operación masacre y ¿Quién mató a Rosendo? (lo que le valió a Walsh ser desaparecido por la dictadura argentina, en 1977), es un periodista viajero: cronista, corresponsal, fundador de medios, amigo de Jorge Lanata, buen conversador, lector de buenos libros y escritor. Y en esto de ir allí y allá, va escribiendo asuntos como A quien corresponda, que son búsquedas en la boca del lobo que incomodan al sistema, ponen en evidencia lo cubierto (a veces con medallas y reconocimientos en papel), generan malestar y no le juegan al mediatismo ni al marketing y menos a creer que el puchero es como la fotografía que lo ofrece. Y digo a la boca del lobo y al puchero, porque meterse en el mundo de lo políticamente correcto (donde todo es incorrecto y la plaga es el eufemismo), prende las alarmas, activa las agrieras y fomenta las listas negras. Pero la palabra es más poderosa y a fin de cuentas es la memoria, la que nace y la retenida, la que ya es y no varía, así se trate de tapar o de esconder para que llegue el olvido. Sólo que el olvido no se va, nunca se ha ido.

Hombres como Martín Caparrón lo invitan cada tanto a tomar un café. Y el olvido habla, incluso de fútbol, lo que ya genera goles en contra. O a favor del perdedor. 

Conocí a Caparrós como si hubiera salido de un cartel de cine. Y no salió de un cartel de cinema sino que brotó, con sus bigotes de húsar, a la realidad del escenario, pues la película que contó resultó cierta (era un documental) y sigue viva como ese kami subterráneo de los japoneses que con cualquier cosa se alebresta. Y es que algo pasa en la tierra y, así se trate de esconder o mal interpretar con palabras o frases como desastre natural (lo que nosotros mismos dañamos), movimientos políticos (los asaltos al poder), refugiados (desclasados y sin más opción que huir) etc., se mantiene igual al dinosaurio de Augusto Monterroso, que por más que habite un sueño también nos habita al lado cuando abrimos los ojos.   

El periodista viajero

En un ambiente en el que lo peligroso es ser sensible a lo que pasa, obrar en consecuencia y conciencia (en el caso del periodista denunciar) y no dejarse sobornar, ya que el soborno es engordar el problema y el silencio a lo que pasa son menos días tranquilos y entonces ya la vida no es un milagro, como en la película de Emir Kusturica, sino un prohibido estacionar delante de mi propia casa. 

Los periodistas viajeros puros como Robert David Kaplan, Jean Larteguy, Ryszard Kapuscinsky y Martín Caparrós, entre tantos, se han dado a la tarea de pisar la tierra, ver qué queda, mirar a los seis puntos cardinales (hay que agregar el arriba y el abajo) y dar cuenta de lo que está pasando en cada territorio y con qué se relacionan las cosas que suceden ahí, que no se dan por generación espontánea sino como resultado de y en relación con (por lo común con lo que llamamos progreso, pero que en realidad es sólo beneficio para inversionistas), obedeciendo a unos intereses y pudriendo otros. Y así, como esto que acontece (lo que denuncian los periodistas viajeros) afecta a unos y a otros, pues el asunto es moral y perdida la moral (el comportamiento que enseña la ética) lo que queda es un basurero donde un lado se relaciona inevitablemente con el otro (la moral es un todo), las palabras escritas son lo último con dignidad que nos queda: son las botas, la mochila, la mirada con dignidad, el sujeto, la acción y el contexto, la libreta de apuntes y el lápiz. Y, así, el periodista, entonces, no sólo se entera de que hay hambre sino que lo siente para que eso que dice sea como es y no de otra manera. Y se da cuenta de la guerra sucia, del terrorismo de Estado, de las maniobras financieras, de los endeudamientos extensos, del daño que se hacen los mismos que los producen mientras nadan en un mar de propaganda. Y el mundo es, no sé si tan amplio y obtuso como el de Discepolo en el tango Cambalache, o tan estrecho ya como para no caber en él y así esperar a que reviente.  

Lea también: Cuerpos de lo oscuro 

Martín Caparrós ya es un hombre experimentado en saber sobre lo que es capaz de hacer el hombre cuando pierde la razón, que no es sólo enloquecerse sino también llevar a enloquecer a otros. Y no sé si Caparrós tiene raigambre en la pampa húmeda o parte de lo suyo provenga de los barcos que atravesaron el Atlántico, lo cierto es que ejerce la libertad de prensa bajo la premisa de Orwell: dice lo que la gente no quiere oír. Y lo dice bien y claro, a quien corresponda.

A Martín Caparrós se le puede aplicar la frase con que Arturo Pérez-Reverte inicia su libro la Sombra del águila: “Estaba allí, sobre la colina, y al fondo ardía Sbodonovo”. Con perdón.

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