El pasado miércoles se cumplieron 17 años del día en que una mujer le declaró a todo un país con cada pedazo de su existencia que sí podía hacerse.
Hace un par de años en un foro sobre deporte y sociedad en la Universidad de Antioquia, un profesor dijo ante un auditorio lleno de muchachos que María Isabel Urrutia era nuestra Mohammad Ali. Porque ambos, en sus respectivas dimensiones, fueron deportistas excepcionales. Pero sobre todo, porque eran mucho más que eso. Eran al mismo tiempo invitación y bofetada. Nunca unas meras figuras deportivas simpáticas y cómodas en función de ensamble dentro del sistema. Sus éxitos deportivos no eran meta sino punto de partida. ¿Para qué? Para todo lo que estuviera por hacerse.
“Tiempecito después de ganar la medalla olímpica, en una de las tantas invitaciones que me hicieron y me permitieron conocer el país entero, iba por una carretera rumbo a un pueblo en el Pacífico y recordé de pronto los días en que dormía en estaciones de trenes en Europa en medio de gente rebuscadora, desahuciados, inmigrantes, drogadictos, de todo. Era la época en la que hacía muchas cosas para sobrevivir allá y poder tener un buen entrenamiento. Pero pensé eso no con nostalgia sino como una reflexión de que por más grande que sea el mundo hay cosas que son iguales en todas partes: la necesidad de la gente de tener alguna oportunidad para salir adelante, para sobrevivir. Y la decisión que tiene uno de hacerse el loco, quedarse quieto o hacer algo ante eso que tiene ante los ojos”, dice María Isabel Urrutia, la mujer que a los 24 años, once de estos dedicados al atletismo, decidió emprender un camino nuevo en un deporte que sabía de entrada le iba a poner más obstáculos que el anterior, y de eso sí que sabía ella. “Desde los catorce años mi día empezaba a las cuatro de la mañana, entraba a trabajar a las seis hasta las dos de la tarde. De ahí iba y entrenaba dos horas y salía después corriendo para clase en la nocturna hasta las diez de la noche”, cuenta alegre y con detalle.
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Y es que María Isabel fue pionera de glorias y también de sacrificios, pues para llevar a cabo su carrera deportiva en lanzamiento de disco y bala, trabajó desde jovencita en las Empresas Municipales de Cali, atendiendo las llamadas de los insatisfechos y furiosos caleños cada vez que los servicios públicos fallaban. “No, yo me lo tomaba con paciencia (risas). Yo le estoy muy agradecida a la empresa porque fueron 23 años haciendo ese trabajo y que me permitieron un sostenimiento digno”, cuenta, mientras intenta meter todo su universo de historias en una conversación que por larga que fuera no hubiera sido suficiente para sumergirse en todo lo que esa mujer grande de sonrisa acogedora tiene por contar.
En 1989 Gancho Karouchkov apareció en su vida y la desafió (literalmente) a meterse al mundo de las pesas, pero no fue la retadora insistencia del búlgaro (con el que sostendría durante años una extraña relación de necesidad y desencuentros) la motivación decisiva para convertirse en pesista. Fue una sustancia dentro suyo, la herencia de su papá, de su familia, la que le hizo dar ese paso. “Yo hice una carrera exitosa en atletismo, fui campeona de la región y aún conservo el récord nacional (58,08) en disco. Pero no tenía un entrenador que me ayudara a llegar a la cima. Fui al Mundial de Atletismo y quedé lejos. No quería estancarme. Podía quedarme en la zona de confort ganando en Suramérica o retirarme del deporte, pero eran actos cobardes. Mediocres. Y mi papá, un hombre estricto pero inteligente y noble, odiaba la mediocridad y desde casa siempre supe que la mediocridad es como un cáncer. Así que me reinventé y durante más de seis años competí en pesas y atletismo simultáneamente, pero cuando entré a las pesas estaba decidida a ir hasta las últimas consecuencias”, cuenta María Isabel, quien emprendió un viaje valiente porque se iba a convertir en la primera pesista colombiana y en referente mundial de la disciplina en ese momento.
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“Fue satisfactorio porque apenas meses después de estar entrenando empezaron a llegar las medallas mundiales. Pero también muy grato para mí porque en ese entonces fui un poco como un símbolo para mucha gente porque en ese entonces las pesas eran dominadas en exclusividad por europeos, por blancos. Yo era una negra buscando triunfar en un deporte de blancos”, cuenta.
Durante la década de los 90, mientras negociaba situaciones límite en busca de un objetivo monumental por cuenta del brutal entrenamiento y de la conflictiva relación con su entrenador, María Isabel fue testigo de momentos trascendentales para la sociedad y para ella, razón por la cual ya antes de ganar el oro olímpico en Sidney sabía que ese sería apenas un paso más en su vida, una pieza más entre un plan maestro que ya urgía en todo su ser. La trashumante vida de millones de almas en Europa en busca de algo impreciso, la caída del comunismo y la llegada de la democracia al Bloque del Este. Tantas jornadas acostándose con el cansancio del entrenamiento y un aprendizaje, una experiencia nueva.
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En 2002, cuando se retiró del deporte comenzó su carrera política. Se convirtió en representante a la cámara. Fue la madre de la ley y la reforma que garantizan condiciones económicas dignas para el deportista colombiano durante y posterior a su carrera. Ella mostró el camino del éxito pero no descansó hasta hacerlo menos pedregoso para las generaciones futuras. También fue autora de leyes contra el maltrato de la mujer, contra la discriminación racial y étnica, y cerca de 40 proyectos en total a lo largo de ocho años nadando en las hostiles aguas de la política.
Actualmente María Isabel conduce el programa de pesas de la Liga de Bogotá. Está entregada en cuerpo y alma a sus pupilos, varios de los cuales se perfilan hacia medallas mundiales y olímpicas.
Aun así no descarta volver a sus luchas sociales y políticas. Sus ojos nacieron para ver y su boca para hablar y se siente incapaz “de hacerse la loca”, con ese compromiso.
“Todo el que pueda aportar positivamente en este momento de la historia en Colombia es una fuerza muy necesaria. Yo veo que aún después de tanto dolor hay gente, hay políticos, con ganas de más confrontación. Estamos en tiempos del posconflicto y ahora los hombres de las Farc que dejaron las armas entran a formar una nueva minoría. Tenemos una nueva minoría en el país. Muchos de ellos nacieron en la selva. ¿Vamos a negarles la oportunidad de convertirse en personas de sociedad? Este país necesita nueva esperanza, dejar la apatía y las divisiones que facilitan la corrupción. Si no vamos a repetir el mismo círculo vicioso”, piensa esta mujer incombustible, quien se ha encargado con cada partícula de su existencia de mostrarle a un país atribulado en negaciones que sí es posible hacer las cosas.
“Imposible es sólo una palabra que utilizan los débiles que encuentran más fácil vivir en el mundo que les han dado que explorar el poder que tienen para cambiarlo. Imposible no es una declaración, es un desafío”, decía Mohammad Ali. Razón tenía el profesor, hay transgresores que son necesarios.