Produce sonrojo democrático que algunos líderes políticos y de opinión, que se proclaman adalides de la tolerancia y exigen respeto para su criterio, traten de satanizar a quienes organizan una marcha.
Que cada ciudadano actúe como quiera, obre como le dicte su conciencia, haga lo que le nazca hacer, siempre que no cause daño a los demás ni viole la ley. En eso consiste el ejercicio de la libertad en una democracia que le permite empoderarse, expresarse, saberse digno de pertenecer a un grupo, hacer valer su pensamiento y lograr que se escuche su voz de aprobación o de protesta, participar en la toma de decisiones, aportar ideas, otorgar poder para que lo gobiernen o retirarlo si se desconocen los mandatos de las mayorías…
En consecuencia, manifestarse de manera pacífica y democrática es apenas natural. No debe escandalizar a nadie y no se puede intimidar a quien desea hacerlo. Menos aún desde los medios de comunicación. Las intimidaciones preventivas, manipulando a la gente para que no marche, son abiertamente antidemocráticas.
Quien no quiera expresarse no está obligado a hacerlo. El silencio también es una forma legítima de pronunciarse. Y quienes deseen, por ejemplo, proclamar su satisfacción con este Gobierno, están en plena libertad de hacerlo, convencer con sus argumentos y convocar marchas a su favor. Ojalá lo hagan. A la gente es mejor persuadirla que insultarla.
Produce sonrojo democrático que algunos líderes políticos y de opinión, que se proclaman adalides de la tolerancia y exigen respeto para su criterio, traten de satanizar a quienes organizan una marcha y descalificar al pueblo por atreverse a expresar su simpatía por un dirigente. Todo porque éste no es de sus afectos. La gente no marcha solamente porque sigue a alguien sino por motivos que lo afectan de manera directa como el desempleo, las alzas de impuestos, el mayor precio de los pasajes, la impunidad, la corrupción o cualquiera de los ingredientes que crean un malestar generalizado. En Colombia la gente marcha principalmente por indignación.
Algunos dirigentes no entienden que sus discursos polarizantes empujan hacia la oposición a los ciudadanos comunes y corrientes, haciéndoles sentir que el Gobierno los menosprecia. Están graduando de enemigos a unos ciudadanos que pretenden manifestar su inconformidad caminando por la calle.
Esas embestidas producen el efecto contrario: fortalecen a la contraparte que tanto desprecian. Es el peor favor que le pueden hacer a un Gobierno golpeado por las encuestas.
La marcha de estos días es un ejemplo elocuente. Cuando a la senadora antioqueña Paola Holguín se le ocurrió promoverla, tuvo que vencer el escepticismo de quienes recibieron las primeras invitaciones. Vinieron las descalificaciones y los ataques que, cuanto más fuertes, más llamaban la atención sobre el tema. La gente se vio forzada a reflexionar y encontró crecientes motivos de descontento.
La vehemencia de los contradictores rebotó la atención hacia quienes se escandalizan por “la ignorancia” de los que piensan de manera distinta, ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Menosprecian al que marcha, pero guardan un silencio peligroso ante los encapuchados que atacan el Transmilenio, paralizan el tráfico, queman buses, tiran papas explosivas, emboscan policías, descalabran aficionados a los toros y cometen toda suerte de actos vandálicos, atrincherados en las necesidades de los sectores desvalidos.
Que cada cual marche por sus propias y respetables motivaciones y refresque nuestra democracia asfixiada. Y que quienes no quieran no marchen. Pero siempre respetando el derecho de los demás. No parece difícil, sencillamente unos deben caminar por la calle en paz y los otros, dejarlos caminar en paz.