Se trata de una estrategia para inducir el consumo: regalan los primeros dulces untados de LSD, generan la adicción y así van formando una nueva clientela.
Hace menos de dos meses subrayábamos en este Memento que la mafia, lejos de acabar, sigue viva y amenazante sobre nuestra sociedad. Como una serpiente de mil cabezas, apenas se corta una, brotan otras y ponen en riesgo a quienes tenga cerca, no importa la edad, el sexo o el estrato social. Se hizo evidente otra vez esta semana con el hallazgo de más de un millón de chupos y dulces impregnados con ácido que tenían como destino los colegios de Medellín.
El Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, explicó que se trata de una estrategia para inducir el consumo: regalan los primeros dulces untados de LSD, generan la adicción y así van formando una nueva clientela. Por su puesto, el objetivo en este caso son los más jóvenes, niños que se dejan seducir fácilmente por un bombón o por un chupete. Pero no solo ellos, a quien puedan enredar lo harán, a unos con dulces a otros con gotas oftálmicas alteradas, con bebidas adulteradas, vasos impregnados; o cuando no, con la promesa de una experiencia mejor o del dinero rápido.
El LSD para muchos es parte del pasado, una historia superada. Pero queda claro que, aunque no hablemos de ella como en la década del 70, esta droga sintética sigue siendo la ruta que conduce a muchos por el infierno narcótico y los deja a merced del hampa. Esas estructuras criminales que usan a la gente para distribuir las drogas, sembrar el miedo, cobrar las extorsiones y corromper o eliminar lo que se les oponga.
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Por eso lo que pasa en las calles de Medellín y otras ciudades no es un asunto menor. No son negocios de “microtráfico”, ni mercados pequeños. Son transnacionales del crimen que victimizan de mil formas a los niños y a los jóvenes para llenarse los bolsillos de dinero manchado con sangre y lágrimas. Enfrentar esas industrias criminales demanda más que poses de vaquero o sanciones verbales. Se debe enfrentar estructuralmente porque es un problema estructural, internacional, pero con raíces profundas, nacionales y locales.
Tampoco es suficiente con “leer” la situación y reconocer que el incremento en las muertes violentas y las modalidades de los asesinatos corresponden a luchas intestinas de la mafia. La situación requiere un liderazgo que supere lo mediático y marque rutas de control, concertación de operaciones, inteligencia, tecnología y herramientas jurídicas para perseguir los tentáculos de la mafia. Incluso los que se camuflan en los negocios aparentemente legales, se regodean en los clubes privados, asisten a los cocteles y hasta nos señalan patrones de comportamiento.
Paradójicamente el mal ha sido más evidente en Medellín después de elegir alcalde a quien se presentaba como experto internacional en seguridad. Aunque la mafia siempre ha estado presente entre nosotros, parece haber salido de las madrigueras para poner de presente el riesgo de vender miedo como estrategia electoral. No se trata de esconder ni maquillar, ni desconocer los problemas, pero quien siembra truenos recoge tempestades, dicen el refrán.
Sin embargo, mientras apelaban al miedo generalizado y desestimaban los avances en la reducción de homicidios, los carteles mexicanos fueron ganando terreno y marcando territorios aquí. Al principio lo denunciaron las organizaciones sociales pero las autoridades lo desmintieron, ahora son las propias autoridades las que explican cierto tipo de violencia por la presencia de esas organizaciones aquí. Lo que no nos dicen todavía es cuál es la salida, antes de que lleguen también otros actores como las Maras que desde hace décadas se disputan el negocio criminal en todo Centro América y la parte sur de los Estados Unidos, en donde nacieron.
Los muertos encostalados y torturados son más que asesinatos por reacomodación de bandas o marcación de territorios, se convierten en mensajes de advertencia de lo que son capaces por defender el negocio ilegal y cultivar el mercado interno de las drogas, que antes era marginal. Por eso el Estado no puede limitarse a hacer los levantamientos y reseñar la guerra de las bandas esperando a ver quiénes quedan vivos para enfrentarlos con decisión.
Una tarea difícil que va más allá de los lugares comunes y las frases hechas. Que impone revisar lo que se ha hecho, ya no para descalificar el pasado sino para aprovechar la experiencia propia y ajena, mejorando lo que sea pertinente y adecuando lo que pueda ser útil. Como el Plan Municipal de Prevención, por ejemplo, que hizo esfuerzos importantes por evitar el consumo en una época en la que aún era casi un mito, pero funcionaba como estrategia para atraer a los jóvenes a la empresa criminal. Actitudes como esa necesitan entender que no todo lo pasado fue peor y que si no construimos sobre lo construido, estaremos condenados a inventar el mundo nuevamente, mientras los hampones aprovechan la ocasión.