Nicolás Maduro quebró la democracia y marcó distancia con autoridades, organismos y gobiernos que mostraban alternativas para salir de la crisis yendo a elecciones libres.
En una bravuconada sumamente dolorosa para el pueblo venezolano y ofensiva para las democracias del mundo, el chavismo instaló la asamblea constituyente con la que da un golpe de Estado a la Constitución Bolivariana, redactada por otra constituyente, esa elegida en democracia, o al menos respetando las más notorias formas de la democracia.
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Al instalar este órgano, Nicolás Maduro quemó las naves que con generosidad le ofrecieron amigos y aliados. La que en momento agónico le ofreció el papa Francisco a través del comunicado que reclamaba “que se evite o se suspenda” la instalación de la Asamblea Constituyente. También desechó la que le entregó la empresa Smartmatic al denunciar un fraude, declaración aprovechable para anular la elección. Y desconoció las que le pusieron Mercosur y gobiernos que han intentado mantenerse neutrales, guardándose como posibles mediadores, y que anunciaron desconocer la elección fraudulenta, no al gobierno que la realizó. Eran muchas alternativas, todas ofrecidas para sacarles provecho, pero Maduro y su camarilla las rechazaron.
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Desde el viernes, entonces, sesiona en Venezuela una corporación unipartidista, de origen fraudulento y con objetivos espurios, toda vez que se ha reunido para aplastar a los críticos del régimen, incluyendo a sus copartidarios; para cerrar las mínimas hendijas de libertad que sobrevivían, y para conceder poderes absolutos al dictador. El agresivo acto de apertura de sesiones y unción de su presidente, la excanciller Delcy Rodríguez, confirman su ilegitimidad. Y se la confieren a partir de ahora, y para quienes pensaban que la tenían, al mandato de Nicolás Maduro, quien “pasó la línea y está por fuera de la democracia”, como bien reconoció la canciller María Ángela Holguín en entrevista a Caracol.
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El autócrata y su camarilla han llevado a Venezuela a un túnel que ofrece angustia y sufrimiento al pueblo sometido y que arriesga, como también lo reconoce Colombia, a los países americanos. La crisis exige máxima generosidad y valentía a los pueblos que la padecen.