Con la misma desfachatez con que destruyó las instituciones políticas y económicas venezolanas, el domingo 20 de mayo Nicolás Maduro arrasó con el sistema electoral y la democracia.
Con la desfachatez que le da ser personero de un régimen que arrasó con el principio democrático de la separación de poderes, con los valores de respeto a la libertad de pensamiento y expresión y con las tradiciones de acatamiento a la voz y decisiones del pueblo soberano, Nicolás Maduro consiguió el domingo su reelección como presidente de Venezuela para el período 2019-2025, cuando el chavismo cumpliría 26 años tiranizando al pueblo venezolano.
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La victoria que el tirano se atribuye, y el consejo electoral de bolsillo le valida con cifras que los demócratas han declarado que desconocen, es pírrica. La abstención, del 64% según el CNE y del 80% según la oposición, es un enorme retroceso para un sistema que en las elecciones de 2013 había llevado a las urnas al 79,69% del potencial electoral, en buena medida gracias a la capacidad de la Mesa de Unidad Democrática de movilizar al país. El ostentoso fraude en los “puntos rojos”, donde se ofrecieron beneficios a tenedores del carné de la patria que acreditaran su votación, es una afrenta al sagrado principio de la transparencia del sufragio.
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La ausencia de las urnas de los ciudadanos de la MUD, motivo de la alta abstención; las restricciones a los verdaderos opositores -que no son el exchavista Falcon y el pastor Bertucci-, y la abierta compra de votos, escandalizan a los demócratas. Y así lo han hecho saber los países miembros del Grupo de Lima, que anuncian llamado a consultas a sus embajadores; los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea, que proponen aumento a las restricciones a los chavistas, y el secretario general de la OEA, que denuncia los abusos. Estos importantes rechazos, sin embargo, no tienen efectos sobre la tiranía que arrasó con la justicia, destituyendo a los magistrados elegidos por la Asamblea Nacional; el Legislativo, imponiendo la espuria asamblea constituyente, y las libertades democráticas.
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Aunque quisiéramos encontrar fuerza en los llamados de aquellos valientes opositores que aún intentan animar al pueblo venezolano a la rebeldía que el régimen conjuró asesinando a 157 personas, según órganos de derechos humanos, y prometiendo un diálogo que embelesó a El Vaticano y otros tibios, desde la noche del domingo vimos a Venezuela alejarse aún más del camino que la llevaría a recuperar la democracia, su institucionalidad y las posibilidades de retomar el rumbo del crecimiento económico con pleno aprovechamiento de sus recursos.
La distancia fue tomada por el chavismo, que encontró abiertos muchos caminos. El del debilitamiento de la Mesa de Unidad Democrática tras los titubeos de sus dirigentes más tradicionales frente a las elecciones regionales. El de las dificultades de Estados Unidos para aumentar la drasticidad de sus medidas contra la tiranía. El de las tensiones en la OEA y la Unión Europea para presionar el retorno del país a la democracia. Y el silencio absurdo de la ONU ante hechos que corroen la democracia en América. Esa tibieza internacional ha encontrado compañía, esperable así sea insólita, de muchas de las ONG y personeros de derechos humanos, con la notable excepción de Human Rights Watch, que han preferido, como antes lo hicieron con Cuba, hacerse de la vista gorda con los abusos que la camarilla chavista hace de su poder y de la miseria de un pueblo al que sólo le va quedando la huida a los países del vecindario, aún asombrados con esa diáspora dolorosa de quienes perdieron toda esperanza en su tierra.
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