En medio de los combates rurales y urbanos se perpetraron crímenes en contra de la población civil que marcaron el deterioro de incontables hogares. Allí quedaron las madres, quienes se preguntan si habrá reparación.
El conflicto armado en Colombia ha dejado unas cifras escabrosas de muertes y desapariciones forzosas. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, unas 82.998 personas se extraviaron en medio de la guerra sin dejar rastro entre 1958 y 2017. Al menos tres habitantes se han perdido cada día durante los últimos 45 años.
En el mismo período, según la entidad, 218.000 colombianos perdieron la vida en medio del fuego cruzado. El 19% de los occisos eran combatientes, pero de esta cifra, el 81% corresponde a decesos civiles, es decir, padres, hermanos, hermanas, hijos, hijas, tíos, tías, abuelos y abuelas que nada tenían que ver con la guerra.
La violencia llegó al territorio e irrumpió en millares de historias que se escribían en el seno de un hogar, casi siempre, teniendo en una madre su columna vertebral. Perfectamente podrían ser ellas quienes más han tenido que padecer este drama. Cada muerto o desaparecido en el conflicto fue aportado por una mamá colombiana.
Ese es el caso de doña Fabiola Lalinde, quien perdió a uno de sus hijos en octubre de 1984. A partir de allí comienza el testimonio de esta mujer de 81 años, que se convirtió en una detective empírica para esclarecer la desaparición de su hijo, Luis Fernando Lalinde.
Doña Fabiola relata que él fue un estudiante de sociología formado en la Universidad Autónoma Latinoamericana y miembro activo de la Juventud Marxista-Leninista. Unos meses antes de perder su paradero, ambos miraban el noticiero; veían una manifestación protagonizada por un grupo de madres clamando por la ubicación de sus hijos extraviados.
Ella le comentó a Luis Fernando lo penoso que debía ser para una mamá pasar por esa situación, no obstante ponía en tela de juicio que se tratara de un caso verdadero de desaparición.
En ese momento, el joven argumentó que en Colombia también se sufría este delito y aseguraba que algunos de sus amigos ya habían sido víctimas, a esta aseveración respondió de inmediato doña Fabiola: “Como se le ocurre, eso es en las dictaduras militares como en Chile o en Argentina, pero aquí no sucede eso”.
Esta conversación fue el 9 de junio de 1984, recordó la madre de Luis Fernando, y ya para octubre de ese mismo año lo estaba buscando por doquier con un retrato entre las manos. Así surgió la operación Sirirí, una mujer guiada por su infinito amor maternal insistiendo incansablemente para hallar a su hijo.
Al juvenil activista político se lo llevaron, según narra su madre, cuando viajó a la vereda Verdún, de Jardín, Antioquia, para mediar por la liberación de un joven perteneciente a otro movimiento político. La misión humanista salió mal, porque de Luis Fernando no se supo nada más hasta 1996.
“Tengo una deuda de gratitud con la gente de la vereda Verdún, porque tuvieron el valor de contarnos que había pasado con Luis Fernando”, exclamó doña Fabiola.
Ella recuerda que según los testimonios de aquellos lugareños, a su hijo lo torturaron miembros del Ejercito casi por 12 horas y luego se lo llevaron en un camión. Más tarde, tras un rastreo implacable, logró dar con los restos de un N. N. etiquetado como alias jacinto. Después de exámenes genéticos, la agobiada madre se enteró de que esa osamenta pertenecía a Luis Fernando.
De su amado descendiente solo le quedaron 69 huesos entregados en una caja de cartón.
Esta madre experimentó en carne propia el dolor y la zozobra que causa la ausencia forzada de un ser querido, por eso, no vacila en afirmar que son las mujeres como ella las más golpeadas por la confrontación armada.
El tema de la reparación lo considera complejo. Lleva 34 años en esa vorágine que inició con la desaparición de Luis Fernando y asegura que “está pendiente la justicia y aun no hemos llegado a ella”.
Mencionó que le ofrecieron un monumento en honor a su hijo en lo más alto de una montaña de la vereda Verdún, aunque prefirió cambiar ese metal frío por una biblioteca para esa comunidad que le extendió la mano cuando más lo necesitó.
“Yo lo que pretendo es que cese esta violencia del hombre contra el hombre. Todos nacemos y morimos iguales”, aseveró doña Fabiola.
Otra madre víctima del conflicto coincide en que ellas experimentan este calvario a un nivel superlativo. Se trata de Teresita Gaviria, directora y fundadora de la Asociación Caminos de Esperanza Madres de la Candelaria.
Afirma que la desaparición de sus hijos les cambió la existencia por completo, a ella y a las 882 mujeres que hacen parte de su colectivo. “A uno le pasan muchas cosas por la cabeza. Primero, quitarse la vida; buscar refugio en el vicio y por último, ir por ayuda espiritual”, confiesa Teresita.
Una experiencia como esta, señala, puede acabar con un hogar, porque una mamá afligida por la inexplicable pérdida de un hijo puede dejar de lado al resto de su familia. “Uno sufre una transformación muy grande”.
Aprender a vivir con la cicatriz es cuestión de tiempo, aunque los primeros meses y hasta años, aseveró Teresita, pueden ser insoportables. En su caso, después de sobreponerse al agobio, pudo dar apoyo otras compañeras.
Exige al Estado colombiano una reparación integral para aquellas mujeres que lo perdieron todo por culpa de la confrontación. Esas madres, desde su óptica, acusan falta de educación, dado que solo se dedicaban al campo; una vivienda, por que la que tenían se quedó muy lejos cuando se desplazaron; asistencia psicológica para sobrellevar la carga mental y una pensión que les permita vivir dignamente.
“Le pido al Gobierno que se acuerde de las víctimas que ocupamos el centro del conflicto. Hemos puesto mucho dolor, mucha sangre y muchos desaparecidos, aún así, hoy día ni siquiera somos mencionadas”, enfatiza Teresita.