Un grupo de jóvenes cubanos se fue a El Hueco, en el centro de Medellín. ¿Qué descubren en un mercado tan distante de su patria?
–Llévenos a El Hueco. A cualquier punto de El Hueco. No importa.
El chofer del taxi asintió con la cabeza.
–¿De dónde vienen?
–¿De dónde parece que venimos?
–De Venezuela.
–Ah, no. ¿Otro idea?
–De Cuba
–Somos de Cuba.
En una ruta cercana al Metro de Medellín, el chofer fue acercándose al famoso Hueco. Antes dijo: “De noche soy cantante, de día me gano la vida en el taxi”. Aclaró que Bogotá era fría y Medellín cálida, que los paisas eran amables y los rolos distantes, que el tráfico en la capital era caótico y en Medellín más apacible. En el reproductor echó a andar sus propios temas y nos invitó a un concierto.
El Hueco se abrió frente a nosotros, bajo las estaciones Parque Berrío y San Antonio. Parecía un área de comercio sin límites, únicamente flanqueada por el centro administrativo y político de Medellín. Hacia los otros lados El Hueco podía ser interminable. Un cubano, recién llegado, no sabe. Había que descubrir las ventas, los comercios, los vendedores ambulantes, las ofertas especiales. A uno no le queda más remedio que aceptar el sino de los extranjeros en El Hueco: aun los cubanos, camuflados entre los paisas, ofrecimos ingenua papaya.
Foto: Archivo.
Finalmente, El Hueco resulta más ordenado y menos caótico que Gamarra, el mercado callejero de Lima, Perú. Es menos peligroso que Tepito, en Ciudad de México, y mayor que todos los Flea Markets de Miami. Sería incomparable con las “candongas” cubanas, una versión pobre y precaria del mercado negro latinoamericano.
El Hueco, junto a varias comunas de Medellín, perdura en la memoria mucho más que otras zonas de la ciudad, donde se agolpan los turistas. El Poblado, por ejemplo, tiene grandes y modernos edificios y bancos y hoteles y centros comerciales y starbucks y mc’donalds y turistas y franquicias y estratos cinco y seis, pero no compite jamás con El Hueco. El Poblado es un déjà vu o una ilusión: podría lo mismo surgir en Ciudad de México que en Buenos Aires que en Miami.
Sin embargo, El Hueco tiene los olores a comida frita y refrita, mezclados con madera y telas recién procesadas, y los restaurantes de estratos dos y tres, y los vendedores ambulantes de frutas y morrales, y las perchas en la calle y los regateos y los descuentos y las biblias y los libros de segunda mano y las copias de Nike y Adidas, y los ladrones que entran y jamás salen.
“Entre usted, señor, en qué puedo ayudarlo, qué le regalo, qué busca, qué le interesa, aquí tenemos, más económico, todo por 700, todo por 1000, entre a ver sin compromiso”. Los voceadores funcionan como imanes: atrapan la atención y desvían el curso de los viajeros.
No hay turistas en la zona. Apenas un par o un grupo que prefiere trascender la postal turística de Medellín. Acaso descubran que la ciudad alcanza su mejor definición en El Hueco y en las comunas que reptan por las laderas de Los Andes. Cuando uno se marcha, y siente que se marcha para siempre, sabe que la memoria, fascinada, regresará muchas veces a las calles vitales del centro de Medellín.
Foto: Archivo.
La tarde empieza a caer sobre El Hueco y la vida no se apaga. Al contrario: los obreros escapan finalmente de sus trabajos e inundan los comercios antes de ir a casa. Los precios bajan y el barullo sube. De los restaurantes emana el olor a comida recién servida, que se mezcla con los recuerdos.
A primera hora de la noche, después de caminar en todas las direcciones, hemos regresado a un punto conocido: la estación de San Antonio. Muy cerca, se reúnen los vendedores ambulantes de calzas, frutas, confituras y arepas. Una chica cubana se adelanta hasta la mesa de las uvas, sorprendida por el tamaño de los frutos.
Pide un kilogramo, pero no acepta el precio. El vendedor, un joven que no supera los 20 años, le propone: “Lleve medio”. La chica acepta.
Otra vendedora ambulante se acerca a ofrecer arequipe. La muchacha dice “No, no podemos, gracias”. El vendedor de uvas mira a la señora del arequipe y le advierte:
–Es que no pueden. Ellos son “cubeños”.