En la exposición-homenaje al Taller de Artes de Medellín 40 años arando en el fuego, realizada en la Casa del Encuentro del Museo de Antioquia, se exhibe Juegos de herencia de Clemencia Echeverri, quien en sus inicios participó en esta definitiva experiencia pedagógica para la región liderada por Samuel Vásquez. Aquí algunas reflexiones sobre esta potente pieza, que también este año se verá en Francia.
Negro profundo. La oscuridad abre su boca con el ruido de lluvia, pasos, murmullos, sonido rítmico de tambores. En este escenario despojado, súbitamente, emerge el rojo de una piel rugosa y vibrante. Un pedazo de carne agitada. La cresta de una cabeza de gallo. El animal parece venir de un forcejeo. Está sucio, cansado, atrapado. Indefenso. Cuando abre su párpado, entra a la escena un ojo terrible. “El animal nos mira y cuando ello sucede se abre ante nosotros un abismo de incomprensión”… Nunca esta frase de John Berger fue más cierta. El espectador no tiene asideros en la video-instalación Juegos de herencia de Clemencia Echeverri, actualmente expuesta en la Casa del Encuentro del Museo de Antioquia.
En la sala, el zumbido de un machete, el golpe de unos pasos torpes, los ruidos de una fiesta tumultuosa penden sobre un gallo enterrado al que solo le queda por fuera la cabeza. El sonido de la violencia también recae sobre los espectadores, quienes somos arrojados, por la propuesta espacial de la instalación, a ese hueco en la tierra. Estamos atrapados. No podemos movernos. El espectador-gallo, al igual que Gregorio Samsa convertido en un escarabajo, no tiene patas para correr, ni boca para protestar o gemir, ni lenguaje para liberarse de este espacio de pesadilla. Sobre todo porque no sabe qué es lo que está pasando, ya que el video renuncia a la narración y nunca nos da la clave completa de la anécdota. Pero aunque no sabemos nada, sabemos mucho. Y la artista sabe lo que sabemos. Nos lo recuerda. Tiene el recurso de la fragmentación, los planos, la repetición, el montaje. Con ellos, punza la memoria atávica.
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La idea de esta pieza surge de una investigación de Echeverri, iniciada en la década de los 90, sobre algunos ritos colombianos donde la agresión, la pelea, el conflicto se ven intermediados por el animal y su sacrificio. Cuenta la videoartista: “Me confrontó saber que en el Chocó se realiza cada año el 20 de julio la Fiesta del Gallo, donde se entierra vivo a este animal con la cabeza afuera para ser cortada por un machete manipulado a ciegas por los participantes”. En un acercamiento, donde se renuncia al drama o a cualquier tipo de comentario moral, el ojo selectivo de la cámara y el montaje insisten en algunas acciones de esta fiesta para deconstruir la espectacularidad del evento. Los ojos de los participantes se cubren una y otra vez en lo que parece ser un rito de iniciación masculina. La imagen de estos ojos vendados mientras se blande violentamente un machete es reiterada hasta la saciedad. Y al hacerlo, desata una cadena de connotaciones culturales. El montaje pone una y otra vez al lado de estos ojos tapados, los velados del gallo por su párpado vertical y transparente. El video de Echeverri, como aquella membrana, también oculta y deja ver, vela y de-vela. Lo mismo que este rito, por un lado muy evidente y expresivo, pero por el otro, soterrado, misterioso, ya que sus orígenes y contexto se nos escapan en la oscuridad de la historia.
El ruido del machete, también fugado de tiempos ancestrales, ocupa aquí un lugar protagónico. Dice la artista: «El uso del machete, herramienta cultural para el cultivo y para actos de violencia en este país en épocas pasadas y recientes resonó en mi conciencia identificando su golpe, su timbre como el eje del proyecto. Sigo esta herramienta para conocer su sonido oculto, su fuerza y su amenaza». Y es por medio del tratamiento que le da la artista a este sonido que lo que no podemos ver —el trauma, la mancha en el discurso, lo que rehúye a la simbolización, lo in-nombrable—, se hace aquí audible y de esta manera tangible. En un procedimiento de sinécdoque, en el que la parte sustituye el todo, el ruido concreto de este objeto corto-punzante trasciende su literalidad, su relación con el referente, para convertirse en un símbolo acústico con el que se alude y se trae a la escena una historia reprimida. Dice Echeverri: “Por mucho tiempo he oído el sonido de la cuchilla que corta, que raspa, que busca, que devasta. Del animal que se mata, del maltrato, de las formas de la tortura y la masacre. Estos sonidos han conformado un continuo íntimo de historias difíciles de contar, memorias tristes y dolorosas de un tiempo vivido y difícil de callar”.
El ruido brutal del machete y la cabeza indefensa son lo que oímos y vemos, pero también son algo más que lo que oímos y vemos. Metáforas exuberantes y carnales de la violencia, la cual en sí no tiene un significante propio, como afirma Elena Oliveras.
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Para realizar esta operación, Echeverri alude a la memoria simbólica y despierta el fantasma colectivo encerrado en su ruidosa hoja metálica. Es que Juegos de herencia no es un documental antropológico, narrativo ni periodístico. No lo es en el sentido de que no quiere desplegar una mirada ilustrada y moderna sobre un suceso pretendidamente salvaje y atávico. En cambio, es una audiovideo-instalación -término que bien se podría crear para estas piezas donde el sonido es igual de protagónico que la imagen-, donde se despliegan intrigantes metáforas. Metáforas visuales, sonoras, espaciales y de audiovisión que se instalan en el centro de la obra de esta artista y en su búsqueda profunda de la naturaleza de lo violento de nuestra historia reciente.