Todos los días nace una palabra. No todos los días nace un diccionario.
Los diccionarios nacen viejos. Seguro han consultado el famoso que está en la página de la Real Academia Española, el que con confianza muchos llaman “RAE” o “el diccionario de la RAE”. Realmente se llama Diccionario de la lengua española (DLE) y la actual es la 23.a edición (esto se lee vigesimotercera). Este mismo, antes de la actual edición, se llamaba DRAE (tal vez les suene familiar), Diccionario de la Real Academia Española, pero como ya no es solo de la RAE, sino también de las otras 21 academias del español, este nombre no le quedaba bien.
Es el más consultado, sobre todo desde que le crearon una edición virtual a principios de este siglo. Entre otras cosas, y aunque el DLE virtual es mi adoración porque me ha ahorrado dinero y tiempo, me duele en el alma que ya no tome los viejos diccionarios impresos para pasar varias páginas, poner el dedo sobre las letras cuando me voy acercando a la palabra, y en ese camino encontrar otros vocablos nuevos por mala puntería, porque uno siempre abre tres o cuatro páginas atrás, nunca en la que es.
Los diccionarios no imponen las palabras. Los diccionarios recogen las palabras de la calle y las ordenan. Nacen viejos porque mientras recogen una, aparecen muchas detrás, gracias a Dios y a esa vitalidad del idioma, gracias a esa milagrosa capacidad humana, que nos hace humanos, de ponerles nombres a todas las cosas. Todos los días nace una palabra. No todos los días nace un diccionario.
Por eso no todas las que están son. Y por eso el hecho de que una no esté en el diccionario nunca justifica su censura. Eso de que “no está en el diccionario de la RAE, entonces es incorrecta” es una tontería manchada de soberbia. La palabra fue primero, como dice uno de los libros de la Biblia, el Evangelio de san Juan, y también lo dice un viejo libro de un viejo pueblo maya: los quichés. Como el verbo va por delante, los diccionarios nacen viejos.
El DLE no es el único. Las mismas academias han publicado otros: el Diccionario de americanismos, el Diccionario panhispánico de dudas, por ejemplo. Hay uno extraordinario, que no es obra de las academias: el Diccionario de uso del español, de María Moliner.
Si la raza humana se agotara, si el planeta no soportara y otras razas encontraran un diccionario nuestro, y si ese diccionario fuera la única de nuestras huellas, pues sabrían cómo nombrábamos el mundo, sabrían cómo pensábamos, porque los diccionarios son repertorios de pensamiento, de formas de entender el universo, formas de cada cultura.
De hecho, un diccionario de español publicado hace unos siglos nos deja entender alguna parte del pensamiento del pueblo que lo produjo, en su tiempo. Porque, fíjense, los pueblos son los que construyen los diccionarios.