El escritor Reinaldo Spitaletta analiza a Edgar Allan Poe y la creación del relato policiaco
Sí, seguro, ser un fundador de un género, con un cuento publicado en 1841, tiene su mérito, claro que sí. En un tiempo no solo de crímenes (que los ha habido siempre), sino de estimulante interés en los métodos científicos, Edgar Allan Poe creó, además de un detective, una inclinación a los raciocinios deductivos en la investigación policiaca. Proclamó frente a la lectura de evidencias que, más allá de lo aparente, se agazapaba toda una revelación, un universo por descubrir.
Los crímenes de la calle Morgue representan la primera piedra de un género que, más tarde, tendrá seguidores y detractores, variantes y recreaciones. Y nuevos investigadores. Es la potestad de la inteligencia en la indagación, el poder de la observación y la capacidad en relacionar hechos y sospechas para llegar a conclusiones que, como en este relato, pueden sorprender al lector. La aparición del detective C. Auguste Dupin, presentado por un narrador, en un escenario en el que, en apariencia, se han cometido dos crímenes, es toda una inauguración literaria.
Es la puesta en escena de un modo de desvelar misterios mediante el análisis, en el que yergue, para diferenciarlo de los demás investigadores policiacos, un sujeto sensible, imaginativo, que goza con su labor de pesquisa, de búsquedas y de ir atando cabos. En este cuento es muy importante, asimismo, el rol de los periódicos, con sus secciones de crónica roja o criminal, que van a servir de una u otra forma a Dupin para ensayar hipótesis o descartar versiones y aproximaciones.
Desde el epígrafe, tomado de un escrito de Sir Thomas Browne, sobre la canción enigmática de las sirenas de Ulises y el nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres (Pelirroja o Pirra), Los crímenes de la calle Morgue establecen una relación con el misterio y con las maneras de resolverlos. Y para el efecto, está Dupin, quien, como en un juego de whist, pone a funcionar la mente, y contempla todas las posibilidades que pueden abrir caminos hacia una conclusión feliz (o solución del rompecabezas), en la que todo, o casi todo, depende de la “calidad de la observación”.
El cuento en sus preliminares, además de hacer comparaciones entre el ajedrez y las damas, prepara el terreno de lo analítico, la memoria retentiva, la observación cualificada y las formas de ir escudriñando de lo general a lo particular. “El hombre verdaderamente imaginativo es siempre un analista”, dice el narrador.
El primer detective
Dupin, procedente de familia de cierto abolengo, venido a menos en su condición económica, era un lector empedernido, o, al menos, un comprador de libros, que en una librería de la rue Montmartre, de París, se encuentra un día con el narrador. Ambos iban en busca de un mismo libro, que los juntará en una circunstancia coyuntural para vivir en una “decrépita y grotesca mansión abandonada”, casi en ruinas, en una parte solitaria del Faubourg Saint-Germain.
Después de deambular por callejuelas, departir en las andanzas y del narrador darse cuenta de a poco de las facultades analíticas de su amigo y de su extraordinaria capacidad de observación, llegará el momento clave cuando, ambos, leen en una edición nocturna de la Gazette des Tribunaux una información sobre “extraños asesinatos en el quartier Saint-Roch, en la rue Morgue, donde habían encontrado muertas a madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye.
La crónica daba detalles sobre el aposento, el vecindario, el modo en que se encontraron los cadáveres y, al final de cuentas, del “horrible misterio” que representaba el hallazgo macabro de dos mujeres muertas. Y así, en ediciones siguientes, los detalles y otras revelaciones iban apareciendo, con una solícita reportería, con datos y voces, con declaraciones de testigos. Un banquero, un sastre, un médico, un confitero, un empresario de pompas fúnebres, un cirujano, en fin, daban sus versiones acerca de lo que escucharon, vieron, sintieron, supusieron y examinaron.
Se podría advertir que el periódico había realizado una labor de indagación con cierto rigor y sus reportes le proporcionaron a Dupin una aproximación no solo a las circunstancias sino a otras particularidades del presunto asesinato. Ambos, Dupin y el narrador, tras obtener autorización, se van a hacer “trabajo de campo” en el lugar de los acontecimientos. Y es en este punto cuando se da rienda suelta a las facultades de observación y deducción del hombre que se va a convertir en el primer detective moderno de la historia de la literatura.
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En una de las idas y venidas al “escenario de aquellas atrocidades”, Dupin entró a las oficinas de uno de los diarios de París, y después continuó con sus labores de inspección que cada vez sorprendían más al narrador. El muy despierto y escrutador detective, un tipo de cultura, la misma que le ayuda para ir desentrañando lo sucedido, va dando una suerte de cátedra acerca de la inducción, la deducción, las observaciones meticulosas y la aplicación de la teoría de las probabilidades.
Y en la medida en que el lector se va enterando de aterradores detalles, de mecanismos sobre cerrojos y ventanas, la posición de los cuerpos, de la fuerza empleada en arrancar quizá medio millón de cabellos de un tirón a una de las víctimas, de la manera en que una de las muertas fue metida en la chimenea, en fin, el despliegue de inteligencia analítica de Dupin va siendo cada vez más efectivo. Y va encontrando pistas de que el asesino no ha sido un humano. ¿Entonces?
Y en este ámbito, el hombre que funge como detective se aprovecha de muchos de sus conocimientos, de sus consultas, de estar enterado de geografía, de la cultura marinera, acerca de los orangutanes y, en particular, de las especialidades de los periódicos que, como Le Monde, se consagra a dar cuenta de cuestiones marítimas. Además, Dupin no es solo un hombre de fácil raciocinio, sino un tipo de armas tomar, alguien que ha desarrollado el carácter gracias a lecturas y a meditaciones intelectuales.
En el relato llegará un momento cumbre en que el lector (como el narrador) se irá enterando de cómo sucedieron los crímenes, los diversos factores que se conjugaron para que, en un aposento elevado, dos mujeres fueran víctimas de un aterrador ataque. Claro que cualquiera muy listo podría preguntar si se puede calificar como asesinato un acto cometido por un ser irracional que obra por instintos. La última parte, entonces, es una auténtica e inteligente reconstrucción de los sucesos que mantuvieron en vilo al vecindario y a la policía.
Hay, sin duda, un cuestionamiento a los métodos del prefecto, un tipo “demasiado astuto para ser profundo: mucha cabeza y nada de cuerpo, como las imágenes de la diosa Laverna, o, a lo sumo, mucha cabeza y lomos como un bacalao”. Una autoridad policial, a la que Dupin propina una lección de hondura analítica, especializada en “negar lo que es y explicar lo que no es”.
En el relato no se sabe nada, o casi nada, de la vida anterior de Dupin, de cómo su alta cuna se fue desmoronando para trocarlo en un ser que apenas sobrevive con lo justo. Y el escritor se aleja de lo metafísico, de los misterios fantásticos, de los fantasmas y emparedamientos. Y asume una posición científica sobre lo material, acerca de lo que se puede explicar mediante la física, las ciencias naturales, las probabilidades matemáticas. Lo gótico se va de vacaciones y aparece la racionalización de los acontecimientos.
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Qué manera de fundar un territorio literario. Qué forma de homenajear el ejercicio analítico y la imaginación pragmática. Los crímenes de la calle Morgue (después vinieron La carta robada y El misterio de Marie Rogêt) pueden ser la evidencia de que la oscuridad no ganará la batalla (ni la guerra) frente a la insistencia liberadora de la inteligente luz.