Si la esperanza tiene lugar en nuestro horizonte es por su manera de estar encarnada en seres concretos, comunidades u organismos.
En un mundo como el que vivimos las fuerzas de la esperanza tienen un endeble asidero pero hay que resaltar su papel central. Podemos primero mirar el destino del planeta. La dimensión del daño ambiental del planeta es catastrófica. Destrucción de bosques por quema y tala para cultivar pastos o simple extracción intensa de especies maderables como sucede en el Darién y en el Amazonas. Desertificación de los suelos marinos y pérdida de la riqueza pesquera para obtención de harinas de pescado. Cientos de millones de personas sin acceso al agua y la contaminación de la disponible por fertilizantes y pesticidas que se suman al uso de sustancias nocivas y el intenso aumento de residuos insalubres. La degradación de los suelos es ya irreversible. La atmósfera recibe toneladas de gases de efecto invernadero. Un desproporcionado consumo de energía tiene dimensiones de espanto para todas las fuentes disponibles. La catástrofe humana tiene dimensiones terribles.
El ecologista escéptico, que es quien se opone a las evidencias de los climatólogos y ambientalistas y llama la atención sobre la actividad del núcleo de la tierra y el impacto del sol, o el místico planetario, que cree ciegamente en la capacidad infinita de la tierra para autorregularse, tienen respuestas optimistas para todos esos factores. Muestran las agriculturas industrializadas de Holanda como un ejemplo, recuerdan el segundo principio de la termodinámica como una razón de fondo; señalan la abundancia de bosque en zonas que antes fueron tundras o desiertos helados; llaman la atención sobre las exitosas instalaciones de producción de peces en los países nórdicos, Asia o Chile; muestran las posibilidades de las energías limpias Y otros más irracionales sacan a relucir sus mitos sobre la tierra como planeta invencible. Extrañamente las posiciones catastróficas de los científicos dedicados al ambiente y el clima y que claman en el desierto son coincidentes con quienes vaticinan que el ciclo de la tierra está ya establecido en los libros sagrados. Ni unos ni otros permiten albergar esperanzas.
Y si en segundo lugar miramos nuestra historia como nación concluiremos que es mucho más endeble el hilo que permite sostener la ilusión de un futuro mejor. Por todo ello habría que decir que el más endeble asidero de la esperanza es la condición humana, la mezquindad de los mismos seres humanos en todas las latitudes y territorios, la extendida irracionalidad que nos condena al fracaso como especie. No podemos olvidar que todos esos factores de destrucción que acabo de enumerar son antrópicos y en el caso de la nación colombiana parecen ligados estrechamente a nuestra mezquina historia de élites avaras.
Pero en el ser humano está el comienzo y la infinita posibilidad. Si la esperanza tiene lugar en nuestro horizonte es por su manera de estar encarnada en seres concretos, comunidades u organismos. Y esos seres están asediados de manera cruel por las circunstancias más abominables: no son escuchados, son sometidos al escarnio o ven empobrecidas sus tareas pero persisten, insisten, luchan por sus ideales de bien común. Hoy pienso que una mujer como Luz Marina Monzón, directora de la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, luchadora desde hace varias décadas por los derechos humanos y que ha afrontado con una entereza ejemplar su propia vida es un asidero para la esperanza. Hoy enfrenta el reto de buscar 90.000 personas desaparecidas con una oficina sin recursos.