Lo políticamente correcto

Autor: Pedro Juan González Carvajal
10 octubre de 2017 - 12:09 AM

Por un erróneo entendimiento del concepto de relacionamiento, se renuncia muchas veces a la defensa de los principios, de la ética y de la legalidad

Ha hecho carrera en los últimos años la frase que expresa el concepto de connotaciones positivas y aceptación generalizada de decir o hacer “lo políticamente correcto”, en el entendido que hay que evitar choques, conflictos, discusiones o rupturas con alguien por la manera como asimilamos o no su comportamiento en lo verbal, en su pensamiento, en su postura o simplemente en sus hechos concretos.

En algún otro escenario se podría hablar de “pasar de agache”, es decir, simplemente estar ahí, hacerse “el de la vista gorda”, sin comprometerse, sin hacer ruido, sin proponer, sin solucionar los problemas por los inconvenientes que esto acarrea, sino más bien, aprender a coexistir con los problemas o simplemente “administrarlos”, sin afectar a nadie, sin hacer ruido, manteniendo un tedioso pero a veces conveniente status quo. Propio de los directivos mediocres, de permanente sonrisa, que no quiebran un vaso y que tratan de aprovechar las posiciones respaldadas en los lugares comunes para no entrar en discusión con nadie y cuyo gran mérito es que sean nombrados en cargos que les den visibilidad, ya que a nivel personal o profesional son simplemente unos don nadie.

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De igual manera el ser tolerante con los abusos, los excesos o los atropellos a los derechos por parte de personas o entidades, dando pie al crecimiento del mal comportamiento, evidenciando debilidad de carácter o desconocimiento de la forma como deben ser respetados los derechos propios o ajenos. Muy común en el mundo de los negocios, donde por un erróneo entendimiento del concepto de relacionamiento, se renuncia muchas veces a la defensa de los principios, de la ética y de la legalidad, todo por no dañar la relación con el cliente.

Otro mal comportamiento es el ser pasivo ante la evidencia del mal o el daño que alguien está haciendo y no intervenir en el asunto denunciándole ante las autoridades pertinentes y competentes, lo que se convierte en un cobarde silencio, alcahuete y cómplice. Muy típico de quien sabe quién está al borde de la ley o quien la interpreta a su favor o el de sus amigos, haciendo que la interpretación de la norma sea más importante que el espíritu de la misma norma. Típico de las asignaciones de contratos o de la definición y establecimiento de los pliegos para abrir licitaciones.

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El no asumir posturas claras, que finalmente se respaldan en un sí o en un no categóricos, sino que más bien se busca acomodo en una postura difusa, confusa y no comprometedora, tratando de quedar bien con todo el mundo, es propio de los débiles de espíritu y los faltos de carácter, disfrazados en espíritus conciliadores y amigables componedores, o simplemente de tartufos maliciosos que se presentan como mansas palomas para poder seguir haciendo de las suyas.

El no asumir con firmeza las posturas que separan lo bueno de lo malo, el bien del mal, lo legal de lo ilegal, no deja de ser una rampante evidencia de inmadurez, estupidez o complicidad. Ahora que nos estamos desgarrando las vestiduras en el país del Sagrado Corazón ante la cíclica y periódica retórica contra la corrupción y la corruptela, es necesario precisar y entender que se es legal o se es ilegal. Que se es ético o no se es ético. Que las faltas de los poderosos en cualquier campo hoy son juzgadas como pecados veniales, con tratamientos especiales y excepcionales para los implicados, donde la impunidad y la corrupción hacen su agosto, mientras que las mismas faltas o las infracciones de los del común, sirven, en medio de la cacería de brujas, para aprovecharlos como chivos expiatorios y mostrarlos ante el mundo como pruebas irrefutables de la pronta y efectiva acción de la justicia y de sus actores mediáticos y del acompañamiento frívolo de una sociedad farisea que impone sanciones ejemplares.

Parece que algo huele mal en el país de Gales, decía agobiado Hamlet. Pues en Colombia hiede, y no se toman medidas de fondo que traten de extirpar y curar de raíz, tanta práctica cotidiana que por falta de educación o por condición genética, nos someten y nos sumergen en el mundo de las tinieblas de la ilegalidad. ¡Reaccionemos, pues!!!!

Mientras se acaban de robar este pobre país, ante nuestros ojos pasivos, insistimos en la necesidad de dotar a Medellín de un adecuado Centro de Espectáculos. ¿Qué tal si para el efecto, tomamos los diseños y los planos originales del añorado Teatro Junín y lo reconstruimos? La idea no es tan loca, pues fue así como se reconstruyó la Europa demolida por la Segunda Guerra Mundial.

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