Las variedades domésticas: 

Autor: Memo Ánjel
26 febrero de 2017 - 06:00 PM

¿cómo las escritoras hacen la novela que incumbe a todos?

Medellín, Antioquia

"Mi vida de mujer-hombre ha fracasado, me han tomado el pelo”. Theodore Zeldin. Historia íntima de la humanidad.

Lo femenino
El discurso de la cultura ha sido femenino y esto permitió desde los primeros tiempos que el macho no fuera un constante animal rabioso. Y en esa condición de feminidad, ese bárbaro o salvaje o gestor de violencia primitivo (y contemporáneo), asumió el aseo, el orden, la disciplina y los conceptos de belleza, que son los de la transformación debida. Sin la presencia de la madre, la esposa o la amante, los hombres no hubieran sabido qué cosa es el cuidado de sí ni su estancia en el hogar, ese sitio donde el fuego está encendido y los elementos cambian por el uso inteligente de la mano: la culinaria, el tejido, el mobiliario, la estética, construyendo a su vez el reposo que contiene la tranquilidad necesaria para que haya creatividad y convivencia, resolviendo así el asunto de la alteridad. Y este discurso, que algunos dirán que tiene mucho de edípico, provee también de las historias que se cuentan en las cocinas y el mercado, en los sitios íntimos y en los comunales, abriendo la imaginación con caminos que van más allá de lo evidente e insignificante (de lo que son las cosas solo mirándolas) y procuran ideas nuevas sobre lo que ha estado ahí (o está) y puede ubicarse en otra parte. Situándose en un lugar o fuera de él, las mujeres hicieron la literatura y a los hombres, y si bien estos se rebelan cada tanto (mantienen vivo el estado de naturaleza), acaban cediendo a lo único que los hace posibles como humanos: la feminidad.
Las mujeres fueron las transmisoras y trasformadoras de la cultura (Medea es un buen ejemplo) y con ellas llegan al niño el lenguaje, las maneras de comer y lo comestible, las creencias y tradiciones, el asunto del otro, las concepciones estéticas, las historias familiares, los miedos asistidos (el acceso cauteloso al día y a la noche), los imaginarios creados y ese conocimiento laberíntico que no es políticamente correcto (no es positivo ni está en lo demostrable), como la brujería, los mitos, las medicinas ancestrales (homeopatías), asuntos del mal de ojo, fetichismos y supersticiones, que son una fuente inagotable de relatos y de nosotros en ellos.
En cualquier reunión de mujeres las historias fluyen, en tanto que ellas han estado presentes en muchos hechos, callando. Las mujeres miran, calculan, son conservadoras, lloran con facilidad (lo que dice que son sentimentales), ríen y sonríen midiendo y pesando lo que se dice y pasa; transforman con las manos a partir de lo más simple  y hablan para que la tierra y el cielo existan con palabras que van en todas las direcciones y entonces las historias se encuentran y los hombres se burlan de ellas, temiéndolas. Quizá por esto Svetlana Alexievich (la Premio Nobel 2015), saque de conversaciones femeninas la mejor versión de lo que sería el fin del mundo.     

Hombres hablando por mujeres
A pesar de que la literatura (lo que pudo pasar) nazca de lo que oímos a las abuelas, las madres, las tías y vecinas, los hombres, por siglos, se apropiaron de esta escritura, llevando sus voces masculinas a la epopeya y la heroicidad, al abandono y la locura, pero con base en lo que escucharon a las mujeres, que a fin de cuentas fueron el último refugio de guerreros y caminantes, alucinados y criminales, perversos y vencidos, decadentes y perdidos (¿se podría entender a Rodión Raskólnikof sin Sonia, a Yuri Zhivago sin Lara, a un profesor de literatura sin Lolita?). Homero habla de guerras que las mujeres sabían porque les dieron reposo a los guerreros que se desahogaron con ellas, sabiendo que también les admitían sus mentiras; Cervantes, que se casó con su sobrina, supo de un loco que antes de morir se convertía a la razón; Gabriel García Márquez tomó el mundo de Macondo de las historias que le contó Mercedes Barcha, y así, las palabras de las mujeres llegaron a los hombres y estos, por años, escribieron la literatura, llegando incluso a sentirse ellas para que su interior femenino saliera a flote. Según la leyenda, el hombre contiene en sí a la mujer: esto se lee en los seres andróginos de El Banquete de Platón, en Eva que nace de un costado de Adán, en Sita como extensión de Rama, en Aysha bint Abi Bakr como oyente del profeta Muhamad etc. Ellas, oyendo, hablando, silenciadas, mirando, están  en la educación sentimental del escritor y lo acompañan línea a línea. Lo afantasman, diría Borges. 
Hasta el siglo xx, cuando ya las mujeres tuvieron su voz propia (excepción de Sherezade, Jane Austen y Selma Lagerlof), los hombres hablaron por las mujeres (Las suplicantes, Electra, Antígona, Julieta, Madame Bovary, Ana Karénina, Effie Briest, Clara Jacoby, doña Bárbara Caballero y Alzate) y cuando no hablaron por ellas, como en el caso de Dulcinea del Toboso (que si hubiera hablado quizá habría cambiado la historia de Don Quijote), las situaron como elementos referenciales para unir sus historias. Y en este juego, los hombres sacaron de sí sus voces femeninas, controlándolas para que no se desbordaran. 
Pero llegaron las mujeres
Muchas mujeres escribieron como hombres (fue la presión cultural), pero al fin las mujeres escribieron como mujeres, situando sus historias desde ellas y haciendo uso de lo doméstico, es decir, domesticando (haciendo parte de la casa), los hechos que narraban. Fueron muchas aquí y allá. En nuestro medio (en el que la literatura masculina no para de matar gente), la cultura (lo que nos hace y somos para poder interpretar el mundo), fue leída y contada por mujeres, desde sus vivencias y oires, sus investigaciones y curiosidades, sus miedos y aciertos, sus presunciones y entenderes. Se destacan Sofía Ospina de Navarro (La abuela cuenta), Rocío Vélez de Piedrahita (La cisterna y El terrateniente),  María Cristina Restrepo (La casa de la calle Maracaibo y Amores sin tregua), Ana Cristina Aristizábal (Armada de Amores) y Emperatriz Muñoz Pérez (La casa en el barrio y Una sombra).
Y de todas, me gusta mucho la última novela de Emperatriz Muñoz, Una sombra, que desde las mujeres, cuenta una historia de mujeres que lindan con todas las pasiones (incluidas las absurdas), incluyendo a una niña subnormal con poderes sobrenaturales dentro de una familia conservadora que, por su estructura, compromete a todo un pueblo y al total de una cultura que ve el mundo por lo pequeño presumido, que resulta siendo lo más peligroso. Ya Sofía Ospina había narrado la vida burguesa y pulcra de una sociedad católica, Rocío Vélez las grandes familias asustadas, María Cristina Restrepo la vida entre generales y emergentes y Ana Cristina Aristizábal dio cuenta de Ana María Martínez de Nisser, esa mujer que creó un ejército para ir en rescate a su marido (a la par que nos hizo entender la guaquería). Y entre ellas, Emperatriz Muñoz concluye con Una sombra, novela que da pie a los vericuetos de lo extraño, que es lo que se cuece entre el arroz y el maíz, el pecado y el silencio, el paisaje y los hombres solos, el deseo y las convenciones. Y eso extraño, es lo trágico negado, lo que alguno quizá cante o lo que no sea más que echarse la bendición y acelerar el paso. 
La cultura es un asunto doméstico, pues todo lo que sabemos y hacemos se integra finalmente a la casa, a su historia y sus espacios, a las vidas que llegan y a las que se van. Recuerdo una novela de Darío Ruiz Gómez, En voz baja, un grupo de mujeres que se reúnen para contarse entre ellas lo que hicieron sus hombres y lo que les hicieron. Si Darío Ruíz hubiera sido mujer, quién sabe hasta dónde hubiera llegado. La cultura es una sombra, y nos sigue en forma de mujer, duerme y se levanta con nosotros, nos da de comer y nos confronta.

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