A propósito de debates y deliberaciones
Roberto Bolaño narra en su inefable 2666, todo el proceso de la despedida de Lola, cuando abandona al Amalfitano: “El pretexto que usó Lola fue el de ir a visitar a su poeta favorito, que vivía en el manicomio de Mondragón, cerca de San Sebastián. Amalfitano escuchó sus argumentos durante toda una noche mientras Lola preparaba su mochila y le aseguraba que no tardaría en volver a casa junto a él y junto a su niña…” Y entonces el lector se entera de que Lola, en su delirio, confiesa que hizo el amor con el poeta una noche de desafueros, pero que “Amalfitano sabía que no era verdad, no solo porque el poeta era homosexual, sino porque la primera noticia que tuvo Lola de su existencia se la debía a él” - a Amalfitano-
Vea usted una muestra impecable de lo que significa el saber escuchar sin emitir juicios de valor. En esa conversación impecablemente literaria, no hubo debate, tampoco deliberación.
Cosa distinta a lo que ocurre cuando lo que gravita en la conversación es un tema asociado a ideas y creencias. La política por ejemplo, la religión. ¡Ese es otro cantar!
En estos días la agitación ha crecido a niveles inusitados por la carga de violencia que viene rodeando a la confrontación electoral. Entonces, a manera de contradiscurso, se elevan voces que claman tolerancia, que invitan a saber escuchar, que reclaman la necesidad de aprender a “respetar las ideas de los otros”.
Muy buena la intención, claro, pero pensándolo bien, tiene toda la razón Fernando Savater cuando invita a lo contrario. Desde las remotas épocas de Ética para Amador el filósofo ha sostenido que las ideas tienen su razón de ser en la medida en la que pueden ser rebatidas, modificadas, cambiadas, por lo que confrontarlas, debatirlas, deliberarlas es un imperativo de la inteligencia.
Lo que exige un respeto total son las personas “y sus derechos civiles”, agrega, pero no sus opiniones o su fe.
Ciertamente, el prodigio del ejercicio de la inteligencia es la deliberación. José Lázaro, en El País de Madrid lo explica de manera impecable: “Deliberar es ofrecer al interlocutor argumentos que desconocía y recibir de él a cambio otros que uno mismo ignoraba. Así, gana una deliberación quien logra superar muchas de sus ideas y cambiarlas por otras más valiosas que le ha ofrecido su interlocutor.”
Por el contrario, debatir es un diálogo de sordos en el que cada uno se asienta en su verdad. No hay disposición ni anímica, ni física, ni intelectual a escuchar razones. Es ello lo que explica que sea absolutamente previsible que todo debate termine a los coscorrones.
Es cierto que la deliberación supone respeto por el otro pero no respeto por sus ideas.
Savater, tan ‘tartánico’ y divertido, hace una acotación más que pertinente: “Ya sé que hay gente que se identifica con sus creencias, que las toman como si fueran parte de su propio cuerpo. Son los que berrean a cada paso: “¡han herido mis convicciones!”, como si les hubieran pisado un pie a posta en el autobús. Ser tan susceptibles es un problema suyo, no de los demás. Estoy de acuerdo en que no es muy cortés llevar la contraria de modo desagradable al prójimo, pero se trata de una cuestión de buena educación y no de un crimen. Lo malo es que quienes se sienten “heridos” en sus convicciones creen por ello tener derecho a herir de verdad en la carne a sus ofensores…”
El debate alimenta el grito, es proclive al insulto y al irrespeto, a la descalificación. Construye frases fatuas, efectistas, adora el eslogan, la simpleza, la elementalidad. El debate embrutece…mire usted con tristeza, todo lo que ocurre a su alrededor