Los padres de la patria no asisten a las sesiones para no darle viabilidad a los compromisos del gobierno con la paz
El riesgo de que las Farc regrese al monte es real. El camino son los disidentes que todos los días se alimentan con desertores de los espacios de concentración de los desmovilizados. Cada vez que sale alguien y no regresa o no se reporta, cunde el pánico, a pesar de la autorización que tienen desde agosto para entrar y salir a sus anchas. En la mentalidad de un guerrillero fariano bien intencionado, que los hay, es lógica la idea de marcharse ante la incapacidad del Estado para cumplir lo firmado. Y si además de la ausencia de respuesta oficial oportuna, en la sociedad el ambiente no es de optimismo y esperanza con el desarme de un ejército cincuentón ilegal de 10.000 hombres, el panorama es desolador.
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Ese guerrillero fariano equivocado pero convencido de que era el momento de la negociación para cambiar el escenario de actuación, del uso de la violencia al uso del sufragio para transformar, mediante la política, las realidades, estaría al borde de la crispación al enterarse por los medios que en el Congreso de la República los padres de la patria no asisten a las sesiones para no darle viabilidad a los compromisos del gobierno con la paz. ¿Cómo así que a esos representantes del pueblo les importa un comino si se desmantela una guerrilla con demostrada capacidad destructora, generadora de dolor y víctimas?
Una de las fortalezas de las Farc que facilitó soportar con relativo éxito la persecución del Estado por tierra, mar y aire, es el sentido de pertenencia cultivado en sus filas. La estructura piramidal o jerarquizada, además de responder a necesidades operativas, tiene una justificación ideológica cercana a las teorías del llamado centralismo democrático de las organizaciones marxistas leninistas en la clandestinidad. Ese sentido de pertenencia se traduce en solidaridad de grupo. Y es de suponer que, para las Farc como partido político, las disidencias que siguen en la manigua con las armas en la mano, no son sus enemigas. Pueden ser una opción de retorno si el proceso se vinagra. Se está vinagrando.
Si yo fuera un guerrillero al que sus compañeros pueden considerar un romántico y despistado, me jugaría una última carta con tal de estrujar el escepticismo general: daría un paso adelante en el cumplimiento de los acuerdos en el tema de las drogas, contando cómo funciona el negocio, las rutas y los enlaces en el exterior. Sería una buena señal en un momento en que al gobierno no le va bien con su política de erradicación y sustitución, porque la solución aplicada sigue siendo miope, y a la guerrilla poco se le cree. La soberbia nutre la torpeza.
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Mientras el establecimiento y la sociedad no definen mediante un gran acuerdo nacional, en aras de resolver un degradado y desgastador conflicto armado, cuanta justicia hay que sacrificar o cuanta impunidad hay que permitir, con otras palabras, la justicia transicional cómo ayuda a resolver los escrúpulos de unos y los otros, para viabilizar un camino hacia la paz al pasar del conflicto armado al posconflicto. La incertidumbre no deja ver la salida. Que una constituyente sin agenda, que una conmoción interior desde el Palacio de Nariño, que esperar los resultados de la contienda presidencial, que cruzarse de brazos.
Pierden los sectores que ven en la coyuntura la oportunidad para reformar las estructuras de un país sin inclusión, sin equidad, sin justicia, corrompido. Ganan los defensores del statu quo, de los privilegios de unos pocos, de las prebendas propias de sentir que ese país pobre y extremadamente desigual, es un buen negocio para cuidar, para conservar. El conflicto armado les sirve.