La vida simple

Autor: Juliana González Rivera
13 enero de 2017 - 12:00 AM

De viaje, el tiempo cuenta el doble. Lo sabe cualquiera que haya salido de casa. 
 

De viaje, el tiempo cuenta el doble. Lo sabe cualquiera que haya salido de casa. Yo llevo más de diez años entre partidas y regresos –las dos primeras palabras que pierden sentido para un viajero– y, una vez más, sintiéndome veinte años más vieja, decido volver a casa. 
He recorrido cientos de paisajes a pie, en avión, en carro y en bicicleta; volando en parapente o buceando a veinte metros de profundidad. Y en ese trasegar he ido acumulando pequeños objetos que cargo conmigo en cada mudanza, que hacen muy pesadas mis maletas. Hay quien dice que hay que desprenderse, que los objetos te lastran. Pero yo he llegado a la conclusión de que eso que cargo –desde un pequeño elefante esmaltado de la India a una escultura volterrana, ciertos libros, un par de fotos, mis libretas– son los que me permiten cumplir esa sentencia de Rossi Brandotti que dice que “ser nómada no es no tener casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier sitio”. Esos objetos son mi casa. 
He viajado sin pausa por razones que he explicado más de una vez: por la necesidad del movimiento y la distancia, para mirarme y mirarnos de lejos y de cerca, en busca del silencio, la soledad y el anonimato. He ido para ver e intentar entender a los que son distintos a mí, para explicarme y explicarnos al mirar con atención en ese espejo que son los Otros. He perseguido la belleza y huido de la fealdad, el ruido, el gregarismo, el exceso de amor que me ata a los sitios y la tristeza. Y por el temor a que me aprese alguna vez una frontera, la masa, un grupo o una bandera, he buscado sin descanso el desarraigo, una condición, creo, indispensable para la libertad. Esos viajes han sido una lucha constante por conquistar una mirada propia, consiente del privilegio de construir mi propio espectáculo, de inventar mi guion, decidir los escenarios y hacer de mí misma el personaje que más me interesa. Es así como he intentado escribir con mi propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal de hacer con la propia vida una obra de arte y aspirando a construir con todo ello una obra, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. El viaje ha sido mi forma de respiración.  
Pero una vez más, mi ruta apunta a casa. Todavía no he llegado pero sé que es mi lugar porque, como le escuché una vez a Delibes, hogar es ese lugar en el que alguien te espera. Y eso me hace consciente de otra suerte: de que no tengo una sino varias patrias porque en todas ellas hay uno o varios afectos que me están esperando. 
Vuelvo para buscar en una momentánea inmovilidad aquello que ya no puede darme el movimiento. Si en el viaje, decía, el tiempo cuenta dos veces, este regreso habrá de ser una especie de laboratorio para experimentar de nuevo la vida en marcha lenta. Para suspender, por un momento, mi pelea con el tiempo. Intentar edificar, por fin, mi propia casa. Juntar esas cajas desperdigadas en más de seis ciudades y que componen mi biblioteca. Buscarle nuevamente un espacio a esos objetos que cargo. Comprobar si es cierto que en la quietud, como en el movimiento, es posible encontrar la riqueza interior. Desempacar. Soltar el lastre que es también el camino recorrido, la experiencia. Y porque al dejar atrás uno se libera también de lo que carga. 
Vuelvo para aprender otra vez la vida simple, pero con el cuidado de no instalarme para no caer en los pantanos del hábito ni acomodarme por completo a un lugar porque eso significaría empezar a morir. Vuelvo, asimismo, para dejar de escapar. Para cumplir viejas promesas. Para valorar esa especie de máquina del tiempo que es el regreso, esa que permite devolver el reloj y enmendar ciertos errores, corregir las líneas de nuestro propio mapa. 
Vuelvo para empezar otra vez a edificar, porque he comprendido ya lo mucho que me gustan los comienzos.
Vuelvo porque quiero estar a tiempo para enterrar a mis muertos. Uno se va joven, cuando ser valiente significa, entre otras cosas, que no nos asusta la vejez ni la soledad, cuando todavía, ni por asomo, nos asalta ese temor que se vuelve nítido con los años y que nos anuncia que los que hemos amado un día no estarán más. 
Vuelvo para aprender a despedirme, cuando los que se marchan son los otros.
Vuelvo también para chocar con las ausencias; para confrontar cómo desaparecen nuestros escenarios de infancia. Vuelvo para constatar que los viejos empequeñecen, para llenar ese espacio que falta entre su cuerpo y el nuestro cuando los abrazamos.
Vuelvo para mirarme al espejo y comprobar lo mucho que me parezco a los míos y a mis mayores; para empezar a mirar sus arrugas sin esquivar la mirada. Vuelto para hablar en silencio ante el vacío de los que ya no están; para aprender por fin que lo fácil siempre fue marcharse.
Vuelvo para volver a extrañar el afuera, para añorar a otros. Para ver con la claridad que nos da la distancia. 
Vuelvo para continuar la búsqueda de mi lugar en el mundo. Para contar lo que he visto y aprendido. No hay viaje si no hay relato. 
Volver, en últimas, para seguir viajando.  

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