Hemos insistido en este Memento en que lo usual en una sociedad es el disenso y en que la mayor muestra de respeto por las ideas contrarias es controvertirlas con argumentos, ponerlas en duda y rebatirlas. De eso se trata el ejercicio del pensamiento,
Hemos insistido en este Memento en que lo usual en una sociedad es el disenso y en que la mayor muestra de respeto por las ideas contrarias es controvertirlas con argumentos, ponerlas en duda y rebatirlas. De eso se trata el ejercicio del pensamiento, así es en parte como se ha movido la frontera del conocimiento y como se han conquistado nuevos derechos. No en pocas ocasiones esas diferencias de ideas terminan inclinando el panorama y dividiendo el espectro hasta dibujar dos alas contrapuestas, entonces aparece la polarización, que no es otra cosa que la ubicación a uno u otro lado del plano cartesiano y la mirada radical desde allí.
Aunque con frecuencia se critica, esa ha sido la constante en Colombia desde antes de la República. Aquí la diferencia se ha tramitado a bala o se ha condenado a quien la expresa, más que a la idea misma. No superamos el lema medieval de “quien no está conmigo, está contra mí”. Lo deseable sería que hubiera más matices y que en lugar de personas pudiéramos debatir sobre las ideas, que evaluar la gestión de otro no signifique juzgar a la persona y, claro, que no se agreda al contrario.
Pero la polarización en sí misma no es tan grave. Puede ser peor el unanimismo inocuo que pretende un escenario de cordialidad sin discusión ni sobresaltos. Tanto más si esa uniformidad no está sustentada en la comunión de ideas sino en la comodidad intelectual o el usufructo de beneficios. La democracia se sustenta precisamente en el disenso, en el debate de ideas contrarias que se reflejan en que quien gana las mayorías conduce el Estado y quien las pierde hace oposición, revisa, acompaña, debate y controvierte.
Tan inane como antinatural, la uniformidad del pensamiento suele reflejar entre nosotros la renuncia a las posiciones propias o al ejercicio de pensar. Entonces se vuelve sospechosa y empezamos a hablar de lentejas, mermelada o lagartería. Consensos artificiales para congraciarse con el otro y obtener beneficios, con lo que se acallan las críticas y se coopta a los contradictores. Claro que algunos se agazapan a la espera de un mejor momento para expresar sus diferencias. Un silencio que además de mentiroso es injusto con la opinión pública que debería recibir puntos de vista contrarios, ideas diversas y argumentos variados.
Cuando se cumple el primer cuarto de las administraciones locales y regionales, echamos de menos preguntas que deberían hacerse desde los medios, los partidos, el Concejo, la Asamblea, la academia y la calle. Sin embargo son tan pocas las voces contrarias como rápidos los intentos por acallarlas. Mal favor le hacen los áulicos a los gobernantes porque no les permiten ver el panorama completo ni someter a juicio sus ideas. Entre el temor, la comodidad y la largatería, se fue un año cargado de anuncios y declaraciones, pero escaso en ideas y debates sobre los temas de ciudad y de región que definen la manera como nos relacionamos y como habitamos este pedazo de mundo.
No es la primera vez que asistimos a una escena parecida. Ocurrió con mucha fuerza en el comienzo de la presidencia de Uribe, cuando el país decidió que necesitaba un papá y que era él. Duró casi hasta el fracasado referéndum constitucional. Después ocurrió con Santos aunque duró muy poco, la oposición le llegó desde el mismo origen que el poder. En ambos ejemplos, sin embargo, hubo algunas voces aisladas que marcaron diferencia. Hoy en Medellín esas voces son marginales, entre otras cosas porque los políticos le dejaron la oposición a los analistas y los medios la crítica a las redes sociales. Pero es cuestión de tiempo: los unos empezarán pronto a construir sus propios escenarios y los otros querrán vender titulares. Habrá que leer y escuchar con cautela para no dejarse meter gato por liebre, pero será mejor que el silente momento.