Una crónica sobre los días de escuela y una canción con música de Donizetti.
Volver a la escuela, tras unas largas vacaciones, era una suerte de martirio, que, sin embargo, tenía momentos previos de felicidad. Uno, era el de acompañar a mamá a la papelería o alguna cacharrería o miscelánea a comprar los cuadernos. Una aventura. Entonces no abundaba la variedad. Eran dos o tres diseños, pastas con mapa de Colombia o con algún dibujo, todo más bien simplón, nada de modelos desnudas ni de futbolistas ni de cantantes de cualquier cosa. Había unos que tenían efigies de conquistadores (Federmán, Heredia, Robledo, Belalcázar, Jiménez de Quesada…) y otros solo la marca.
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El olor de los cuadernos nuevos era una manera de penetrar en otros ámbitos; uno cerraba los ojos y sentía cómo se entraba paisajes de letras, números, mapas, dibujos elementales, tablas de multiplicar. Había, además, que comprar colores, lápices, borradores, compases, sacapuntas y los forros para preservar los cuadernos que debían, en general, durar todo el año. Se adquirían de cien o de ochenta hojas, y todavía no se conocía el anillado ni las pastas duras. Así que eran con grapas, que se podían ver remachadas en toda la mitad del encuadernado.
Pese a la falta de variedad, uno se quedaba viéndolos, buscando cuál llevarse, con cierta fascinación por el olor a nuevo, por ver si en las guardas sí estaba trazado el horario, o si tenían las equivalencias de las medidas inglesas y el sistema métrico decimal. Un cuaderno era una posibilidad para la imaginación y los descubrimientos. Así, en blanco, vírgenes, tenían una incertidumbre, abrían sésamos y se colaba en su limpieza lo que uno iba poner en la primera hoja, aparte del nombre personal: nombre de la institución, del profesor, el curso, pero además había que agregarle marcos, corondeles, viñetas…
Digamos que hasta ahí había un deslumbramiento. Otro momento grato era el de irse a casa con el “paquetado” de cuadernos, comenzar a forrarlos, tenerlos listos para la iniciación de la jornada. Toda una alegría. Mamá tenía en su repertorio de canciones, una que nos cantaba al amanecer del día en que teníamos que volver a estudiar. Era, lo supe después, con la música de un aria de la ópera Elíxir de amor, de Gaetano Donizetti. Tenía unos versos que uno llegaba a odiar no solo cuando ella los entonaba, sino toda la vida.
Cual bandada de palomas que regresan del vergel, hoy volvemos a la escuela, anhelantes de saber.
Ellas vuelan tras el grano que las ha de sustentar, y nosotros, tras la idea que es el grano intelectual.
La canción se prolongaba como un dolor sin remedio, y uno tenía que descobijarse, gruñir, oponer resistencias, pero de nada valía. Había que levantarse para ir a estudiar. Era el primer día. Nada que hacer. La voz continuaba: ¡Venid, llegad, la escuela abierta está!. Y después, en otra estrofa, hablaba de la “ciencia” y la “virtud”.
Pero retornando a los cuadernos, ya, transcurrido el primer día, se presentaba la posibilidad de marcarlos con los datos correctos. Y el más atractivo, era, por las facilidades que ofrecía, el Cuaderno de tareas, o también llamado con cierta pompa Cuaderno de borrador, en el que uno podía rayar, poner “pensamientos”, pintar casitas sin puerta, y toda una revoltura de cosas y deseos. Era para eso, para ensayar. Tenían la desgracia de envejecer más rápido, de doblarse en las puntas, de regárseles tinta. Pero, a diferencia de los otros, que eran los de cada asignatura, la última hoja se podía mantener virgen.
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Porque en los otros, que eran los que revisaban los profesores, la impecabilidad y el orden eran asunto de disciplina, de cuidados, de mantener la limpieza. Que las borronaduras podían dar para regaños y llamados de atención. Pero la última hoja de los “cuadernos serios” daba para todo. En ella se pintaban morisquetas, corazones partidos, declaraciones de amor, se dibujaban besitos y, dado el caso, se escribía algún insulto, o el sobrenombre de un compañero, o decir que esta escuela era la peor de todas. La última hoja era la de la libertad y los ensueños.
En el cuaderno de tareas, las hojas prestaban, también, para la confección de aviones, globitos, barquitos, hélices. No sé cuántos cuadernos de esos terminaron metamorfoseados. Manufacturé muchos veleros, como si tuviera un astillero, que navegaban en los arroyuelos urbanos cuando la lluvia era una fiesta, porque, además, nos dejábamos mojar por los chorros de los entejados y saltábamos en cada charco para que el agua salpicara. Eran los días en que era un gusto “emparamarse”. Sin preocupaciones por resfriados ni ropas embarradas.
Al final del año, los cuadernos lucían desvencijados, los forros rotos, las pastas descaecidas, y su olor era posible que se pareciera al del sudor, la tinta china reseca y era probable encontrar en ellos trazas de golosinas, como cofio y minisigüí (que pintarrajeaba la lengua), goma arábiga y guachas. Ya no producían emoción alguna y estaban prontos para irse a descansar para siempre en la eterna oscuridad del olvido.