El autor reseña el cuento de John Steinbeck con precisión que le comunica al lector una especial cercanía con ese relato breve.
Existe en los Estados Unidos una tradición de narradores que, al menos en alguna muestra de su producción, han dedicado su talento al horror, a veces dosificado; a veces, con apenas sugestiones y pinceladas. En otras, con la evidencia de que se trata de una catarata de emociones inesperadas, en las que el corazón (no el delator) palpita con aceleres y puede dejar al lector sin respiración. Desde las románticas narraciones extraordinarias del atribulado escritor de Boston hasta los muy cósmicos temores de H.P. Lovecraft, la literatura gringa ha descollado también por el tratamiento de los miedos.
Y eso, por ejemplo, sin hablar de otros que, con humor negro, dejaron constancia de situaciones pánicas, como es el caso, digamos, del desaparecido Ambrose Bierce, que fue a dar con sus huesos e inspiraciones a México, donde jamás se volvió a saber de su destino. O de algunos botones exquisitos de Ray Bradbury, o la truculenta Miriam, de Truman Capote, o, si se desea, la macabra señorita Emily, con rosas y todo, concebida por el ingenio deslumbrante de William Faulkner.
John Steinbeck, un escritor que en buena parte de su temática literaria contempla y desarrolla asuntos sociales, como puede ser en Las uvas de la ira, también en algunos de sus cuentos, como La incursión, en fin, se atrevió por los caminos del horror en una pequeña obra en la que, claro, el Valle de Salinas no puede ignorarse, como parte clave del territorio literario del autor de La perla. Se trata de La serpiente, que acaece en el laboratorio del joven doctor Phillips, en el arrabal conservero de Monterrey.
El lector se encuentra de inmediato con jaulas de ratas blancas y con gatos cautivos y, de pronto, con las serpientes de cascabel. Estas parecen reconocer al biólogo, porque, de modo sutil, se dice que, al verlo, dejan de exhibir sus lenguas bífidas. El ambiente, las atmósferas, la manera de situar las partes de aquel centro de experimentación, van penetrando en la imaginación del lector que comienza a respirar distinto, sobre todo cuando el hombre mete en una caja, en una cámara de muerte, a una gata callejera, atigrada, que después de muerta tendrá una cara sonriente.
La preparación o calentamiento para los primeros nerviosismos es corta, precisa, con descripciones de lo que comerá el investigador, el catre de lona, los crisoles, el microscopio y unas estrellas de mar. Después, unos pasos por las escaleras de madera y alguien que, con fuerza, toca la puerta. Y el hombre que expresa su disgusto porque le han interrumpido su faena de ciencia en la soledad. Luego, la visión (la aparición) es la de una mujer, traje negro, ojos negros, pelo negro, con mirada llena de destellos.
La visitante tiene don de mando. No se puede hacer nada distinto a aceptarla allí, en una espera sin impaciencias de parte de ella. Y que perturba al doctor Phillips en sus actividades experimentales. Y mientras él va diseccionado el gato, la mujer está observando la garganta abierta del felino, con una mirada oscura, turbia, sin ninguna expresión. Ya el lector, como de seguro el hombre, comenzará a preguntarse por qué está allí esa presencia que causa estremecimientos.
Y, en rigor, lo que ella busca es una serpiente cascabel macho. Sí, la quiere para ella, la compra, le ordena al científico lo que debe hacer. Y aquí, entonces, se puede pensar en la mesopotámica Lilith, considerada la primera esposa de Adán. Es una mujer del deseo, la primera, la maligna, la enigmática, la que está conectada con la noche. La que, quizá aburrida en ese monótono jardín del Edén, se escapa en búsqueda de nuevas aventuras, de una vida más conectada con emociones y suspensos. Una tentadora.
El cuento sugiere, con ligeras pinceladas, una relación erótica. La visitante quiere una serpiente cascabel macho y quiere ver cómo se alimenta. Esta situación, que puede ser normal en un laboratorio (claro, también en el hábitat de estos reptiles) se torna extraña, casi patológica, morbosa. La mujer quiere a toda costa presenciar cómo “su” macho se traga una rata. Ella manda; no hay remedio: el doctor Phillips tiene que obedecer.
Hay toda una alteración de las relaciones entre el biólogo y sus animales. Puede llegar a sentir asco, a desmoronarse en sus frialdades de experimentador, y todo por la presencia opresiva de la mujer, de esa suerte de invasora que abruma y contra la cual no hay manera de resistirse. Ella, como en un pictórico relato de mitología, puede estar sintiendo que la sierpe se enreda entre sus muslos; puede estar en una especie de sublimación, en un estado de arrobamiento, que, sin ser expreso, se podría equiparar con los momentos previos al orgasmo.
“El doctor Phillips puso toda su voluntad en no mirar a la mujer. “Si está abriendo la boca me pondré enfermo. Me asustaré”. La ciencia da la impresión de desmoronarse ante la súbita presencia de esta mujer autoritaria, que, por lo demás, amenaza con volver de vez en cuando al laboratorio. “Yo pagaré las ratas. Quiero que las tenga en abundancia”, dice, y después le recuerda al hombre que parece ya no estar en sus cabales que la serpiente es de ella.
En estos momentos, la tensión ha subido a dimensiones electrizantes. La mujer se va, se escuchan sus pasos en la escalera, mas no en la calle. Y el hombre de laboratorio a lo mejor se sienta como una rata, como un alimento de la cascabel macho. O como si hubiera sido engullido. No puede dejar de sentir en su interior aquel perentorio anuncio de que la mujer volverá. Lilith, o su representación, lo ha dejado sumido en un mundo de desconcierto. O quizá, navegando en las procelosas aguas de un deseo irrefrenable.
Steinbeck consigue crear en la brevedad del relato una ambientación en la que el suspenso está dado por las circunstancias de una inevitable presencia, que pudiera ser diabólica, brujeril, tal vez la aparición de un súcubo, que, al fin de cuentas, deja lleno de ganas al doctor Phillips, incapaz de resistirse ante tamaña seducción. La Serpiente es la versión de lo inevitable y de una ansiedad de lo que no se puede explicar.