La senectud de los partidos

Autor: Sergio de la Torre Gómez
22 abril de 2018 - 12:05 AM

Los jefes liberales de la época cedieron al chantaje de la violencia, congelando sus derechos, y con ello la democracia por 16 años.

Así no le guste a las almas pías o a los herederos políticos de quienes, cobijados bajo el manto del perdón que les brindó el Frente Nacional, con impunidad y olvido añadidos, alegremente suponen que con sólo haberse eximido de responsabilidades, eludido la necesaria autocrítica, ocultado la raíz, y callado, en suma, el origen ominoso de aquella plaga nefanda de mediados de siglo, que fuera de Colombia nadie más sufrió en el continente y que aquí denominamos “La Violencia”, suponen ellos, repito, que con ello desaparecen, como por encanto, las culpas de su estirpe, limpiando el nombre de los culpables. O, para no ser tan rígidos, de los autores directos e indirectos, conscientes totales, o a medias, de dicha carnicería, auspiciada desde arriba a través de la policía “Chulavita”, con la complicidad abierta o taimada de sectores caracterizados de la clerecía rural que, a fuer de obscurantistas, tachaban al liberalismo de pecado mortal y condenaban la libertad de conciencia como engendro del demonio.

El objetivo de la cruzada era impedir el retorno de la Revolución en Marcha que López Pumarejo dejó trunca, sin que la reforma agraria, que fue su eje, rindiera siquiera parte de los frutos esperados. Seguimos cargando pues los colombianos el estigma de ser el único país de América Latina que se negó a modernizar el campo partiendo de una mínima equidad, lo que a la larga alimentó el conflicto que aún hoy padecemos como una tara, el cual cambia de nombre según sea su tiempo, su impronta ideológica o sus protagonistas. Como si se tratara de una maldición, para llamarla en el lenguaje de los inquisidores primigenios, de los ultramontanos contemporáneos de todos los pelambres, de izquierda y derecha. Lenguaje que todavía se oye en ciertas aldeas y en los aquelarres del viejo mamertismo, o del chavismo que todavía se respira en Colombia, a pesar de lo engorroso que para algunos resulta en vísperas electorales. Y lenguaje que se oye hasta en dirigentes gremiales como el señor Laufaurie, que por obligación burocrática o por convicción genuina cree habitar todavía en el país rural, escriturado a perpetuidad a latifundistas improductivos y a grandes ganaderos que derivan provecho del ocio continuado de sus feudos inmensos, particularmente en el litoral Caribe.

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El ímpetu reformista de López sumado a la insurgencia de un líder como Gaitán, de harta sensibilidad social y vocación mesiánica (tanta que terminó inmolado como tantos redentores auténticos, desde Espartaco y Jesús), cuyo trágico final si no lo buscaba, al menos lo presentía vagamente como corolario de un destino sublime y fatal, y de su magna tarea. El quehacer de López y Gaitán en cierto modo amedrentaron al Liberalismo, que tenía una derecha alerta y actuante cuando necesario fuera para defender sus intereses, como lo demostró la llamada “tregua santista” del 38, que interrumpió la obra del primero. A dicho respecto poco se diferenciaban las élites, cualquiera fuera su color o extracción. Lo que explica el silencio de los terratenientes liberales de entonces frente a la gratuita y desembozada represión oficial y frente a la tragedia del 9 de abril, que trajo la violencia a las ciudades. Represión aquella enfocada contra el campesinado “cachiporro”, para reducir la mayoría incontrastable de su partido mediante el exterminio y el desplazamiento, evitando su triunfo en la elección presidencial de 1950. Por eso resultó tan fácil que la alta dirigencia liberal, preocupada con la radicalización de la base popular del partido y con su giro a la izquierda, agenciara el arreglo leonino del Frente Nacional, renunciando a su condición mayoritaria y al predominio político subsecuente, pactando con la minoría azul el reparto del poder por partes y tiempos iguales. O sea que los jefes liberales de la época cedieron al chantaje de la violencia, congelando sus derechos, y con ello la democracia por 16 años, que en la práctica se prolongaron mucho más. Ahí está el germen de la postración del Liberalismo, condenado a una larga a una decadencia, de la que no se repone y lo tiene convertido en exigua minoría sin redención posible, porque ya los tiempos no se prestan para su resurrección, pues en la historia, como en la vida humana, el esplendor y las hazañas del pasado no se repiten. El tema de hoy merece proseguirse, y así se hará en próxima ocasión.

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